3 de agosto de 2007

James Bond

(Del libro de cuentos Holanda)

Al terminar la película, Bond encendió un puro en las afueras del cine. James exhalaba el humo y en su rostro había una mirada perdida buscando un cielo lleno de nubes. Nunca se dice si Bond disfrutaba de la niebla londinense. Siempre se encontraba de vacaciones, y se le requería mientras estaba de incógnito en alguna isla del Caribe.

Nubes oscuras.

Pantallas de vapor en donde se proyectaba el rumor de la luz de neón de la ciudad.

Vértigo.

Sintió asco y regaló el puro a un pasante, pero el asco no le venía del tabaco, sino que le nacía desde dentro, como si le dominara una pena oscura y triste, un dolor fúnebre, como un llamado proveniente del cielo pero dejado sin respuesta.

Un viscoso escupitajo adornó a discreción el pavimento. Quizás, solo quizás, no recordaba los atardeceres como primeros atardeceres sino como borrosos nubarrones, como cuadros pre-impresionistas, como Turner. La acera le ignoraba y los fotógrafos esperaban a los actores con cientos de bombillos estallando para conseguir la mejor exposición en la fotografía. James se hizo hacia la derecha y dio paso a la multitud. Los fotógrafos no buscan a los personajes sino a los actores, y Bond ya no les interesaba, preferían a Sean Connery. Desentendido de ellos buscó su camino.

La película es de título desconocido, en blanco y negro. La actriz era acechada por un tío paterno perseguido por triple homicidio. La madre era la ideal ama de casa, experta y atenta a la cultura culinaria norteamericana, con dos adorables hijos inteligentes y bien educados. La madre jamás se dio por enterada de la verdadera trama de la película, tal y como a James le sucedía en su vida. La corona le asignaba misiones, el status quo se mantenía pero, ¿después qué?

Volteó a ver su reloj. Fuera la hora que fuera, ya tenía decidido regresar al hotel. Este reloj era propio, comprado en Manchester, no de los fabricados por Q, pero era solo un acto reflejo; eliminar incertidumbres. De niño fue dejado fuera de su colegio por ignorar la hora; aprendido mecanismo de defensa, para evitar vergüenzas, costumbre redundante para alguien siempre vigilado y con personal asignado para llevarle y recordarle qué hacer y con quién hacer. El gobierno no querría que su mejor recurso humano se pierda un acto diplomático. En aquel colegio se le dejó afuera, puertas cerradas, James replicó por entrada en vano. Apenado regresó a casa temiendo del castigo, pero la sirena de alerta avisó de la urgencia de buscar refugio, venían los alemanes de nuevo. Las baterías antiaéreas se activaron para contrarrestar los silbidos de los aviones en picada y los proyectiles arrojados; el traqueteo de las baterías sirviendo de ritmo a las melodías de metal y fuego. Intentó montarse en un camión pero fue dejado atrás. El camión giró en una esquina para luego ser sepultado por la fachada de un edificio alcanzado por un misil germano. “No me dejen”, gritaba una y otra vez corriendo tras el camión, “no me dejen”. Un pañuelo blanco en la cabeza de una señora le llamaba como mariposa nocturna al fuego; instinto y tendencia hacia la madre que llamándole con los brazos abiertos le pedía “corre, James, corre, que no te alcancen”; hasta que fue sepultada.

En la limosina Bond ve hacia fuera, y la cámara le enfoca hacia dentro reflejando en su ventana cerrada las marquesinas del cinema theater, los centros nocturnos, las luces tintineantes, el tráfico del carril contrario; se acerca al cristal y la luz difusa dibuja su rostro con suficiente fuerza para ser captado en los químicos de la cinta rodando. Corte, se imprime.

Bond se sentía confuso, como si ya nada de lo que él mismo fuera o representara fuera propio de él. Todo el glamour con que se rodeaba y que era parte de sí mismo se había convertido de pronto en una rareza, en algo parásito pegado a su piel como musgo, como si él fuera una roca en el océano rodeada de algas y corales que la embellecieran pero que no le dejaran ver la luz. Una limosina es un caro y largo ataúd con los mejores asientos. ¿Y qué era el glamour? ¿Quién decide el buen gusto? ¿El radiador de un Rolls Royce simulando al partenón griego con una burda imitación de una Nike con alas abiertas? ¿Un hotel en República Dominicana, arquitectura Art Deco, sirvientes vistiendo camisas guayaberas con guacamayos impresos en verde fosforescente sobre estampado naranja? ¿Y tragos de ron servidos en cocos vaciados? Las limosinas no venían con la fama cuando él era chico. Cuando fue chico la fama venía en las portadas de los periódicos, con las fotos de los pilotos de la Royal Air Force abatidos por la Luftwaffe. Los héroes de guerra caídos en el aire. En tierra, donde caían los aviones derribados y el bombardeo germánico, la gloria era alcanzar el camión, montarse en él y escapar de los centros urbanos hacia los campos. Atrás las ciudades desaparecían en el fuego, junto con sus hermanos. Los futbolistas también alcanzaban la gloria en aviones estrellados, así cuentan en Manchester. Con el final de la guerra los combatientes de la tercera división regresaron a casa. Las familias fueron a la estación a recibirles, y cada esposa recobró un marido y los hijos conocían a los padres que los concibieron la noche anterior a ser llamados al ejército, a excepción de Bond, que jamás conoció a su padre ni llego a la estación y es probable que jamás incluso haya llegado al campo de batalla, hundido su transporte en el canal de la Mancha por algún submarino alemán. Se despertó; la puerta de la limosina se abrió dejando entrar el sonido exterior; seguía en el asiento trasero, mano extendida y sudada sobre el cuero que tapizaba el coche. Descendió todavía confundido y continuó hacia el lobby del hotel. Bring the boys home, don´t leave the children alone, no, no. Pero mentir es bueno. Bond se va a morir creyendo que su padre murió escalando los Alpes y que jamás fue encontrado; o al menos eso le dijo su madre.

Sin esperar, fue al bar a refugiarse en la barra de roble e iluminación ambiental graduada. Era el único huésped en el bar . Pidió un vodka tonic, y diez más. Las monedas las ponía la Corona Inglesa. En el reflejo del sudor derramado de una copa sobre la barra, veía el bar invertido, techo abajo, los abanicos girando.

Empezó, diluyendo su persona, escapando en el fondo de un vaso tras otro. Las lágrimas le brotaban discretamente pero sin impedimentos. Lentamente estas rodaban por sus mejillas, como si fueran gotas frescas de pintura, fluyendo sobre el lienzo de su rostro, dibujando un Bond gris y tenso, desconsolado. Avanzaban al azar dibujando cicatrices y ojeras caídas, caminos sinuosos de action painting sobre su cutis. Levantó la vista y se encontró ante una pared de espejos, detrás de la barra, con decenas de estantes de cristal sosteniendo filas y columnas de botellas apiladas con licores de esencias y colores. Desde la barra era la visión de un órgano, como los del siglo XVIII, holandeses; y cada trago una manivela de la consola, y cada sorbo una nota en los teclados. Buscó distinguir su reflejo entre las columnas de botellas y la música brotó naturalmente dentro de sí, como una banda sonora para los créditos de una película subiendo por un fondo negro. Salud, otra copa, barman aplicaba elixir y regresaba a su rincón como pajarito cucú en un reloj de péndulo. Estiró el brazo por una chica Bond que le acompañara, uñas cortas limadas y lápiz labial rojo; no había nadie, tonto Bond, la película quedó en el teatro, pero igual qué esperas de alguien que prefiere americanos, en especial tejanos, como sus mejores amigos.

Dejó el bar y caminó solo hacia su habitación. Con los ojos alcoholizados iba dando tumbos siguiendo su reflejo en las lozas de mármol. Los ojos de Bond se centraron en los numeritos rojos del elevador, contando 5… 4… 3… en reversa hasta el primer piso. No era un hotel muy grande, y estaba escondido de las avenidas principales. La decoración, harta en detalles, alfombras y cortinas, se había ido poblando de telas baratas, telarañas descuidadas entre los brazos de lámparas colgantes, abusivos y permanentes abanicos de techo, descoloridas fibras en las carpetas del suelo, números borrosos en los botones del ascensor; detalles mal logrados en oro de fantasía para los capiteles de las columnas, escasa iluminación. Los selectos retratos de época y las fotografías autografiadas por artistas del cine mudo habían cedido ante paisajes costumbristas de campiñas en Escocia, bosques otoñales norteamericanos y lagos suizos. La decoración vegetal era evidente: artificial sembrada en macetas llenas de arena. Puertas se abren, música de elevador.

Cuando entró en el ascensor era peso muerto. Apoyando su cuerpo con las manos en las paredes, se dejó llevar como cargamento cuesta arriba, todo espejos. Alcanzó el pañuelo en su bolsillo con mano temblorosa y se quitó el sudor frío de la frente. James levantó la cabeza y vio su reflejo en el espejo del elevador. Bond solo podía sentir culpa, y el sudor que se acababa de secar no era más que pintura sobre su rostro recordando su error con colores oscuros, tonos tierra y azules nocturnos. Todos los perfumes de Arabia no limpiarán ese olor, esa mancha que brota por los poros; no una sola mano, todo el cuerpo, más bien, apestado por la derrota. De niño la voz no alcanzó una nota y el hermano de la abadía le reventó una regla en las manos en castigo; un órgano acompañaba, clave temperada, los ejercicios corales.

Gracias a su error el mundo occidental cayó en la total desgracia. La reina había sido asesinada. No le quedó más remedio que aceptar que su falta no tendría fe de erratas ni edición que la corrigiera. Reconoció, resignado, haberle fallado al servicio secreto de su majestad. Una llamada de M le había confirmado la noticia poco después de haber terminado la premiere. El celular terminó, junto con el resto del imperio, en el bote de la basura, junto a las sobras de comida chatarra y fantasías de súper héroes del siglo XX nacidos en el primer mundo, proyectados en el celuloide.

***
Un automóvil Phantom '53 recorre un camino rural suizo. El destino es una fábrica en un valle alpino. Al llegar el vehículo, el personal, de origen coreano (¿norcoreano?), espera en fila por su patrón. El chofer le abre la puerta, y ahí está, Auric Goldfinger, el dueño de este escondite, sosteniendo su quijada, papada pendiente, con mirada de villano de historieta, calva reluciente al sol, traje a la medida. El segundo de la fila se acerca y le dice algo al oído. Auric asiente y el coreano vuelve a su posición. Él avanza y el sequito le sigue en orden hacía las oficinas. Corte de cámara hacia el interior: mucho vidrio, consolas de control, desde las ventanas se puede ver un nivel inferior lleno de maquinarias y personal moviéndose, se ven ocupados. Bond está demasiado ocupado con su psiquiatra para venir a estorbarles.

El tallo de la rosa


Tres espinas en el tallo y una combinación de líneas rojas componían el diseño en su muslo. El tatuaje dibujado con trazo fino se escondía entre faldas de colegiala. En el cuello el crucifijo, el cuello de Lissette. Mantener las apariencias es importante dentro de un colegio de monjas. Con el tiempo se mejora en este arte. Los secretos jamás son revelados, pero el tenerlos coerce el acto vengativo. Son escudos, chantajes, medios de protección. Pero los secretos si no son usados se pudren y regresan hacia nosotros como veneno de nuestra propia naturaleza. La hermana Josefina por ejemplo, salía de su habitación todas las noches, bajaba las escaleras y cruzaba el patio hacia el pabellón de los varones. La imaginación puede adelantar la descripción de lo que pasaba en esos cuartos a tales horas, pero algunos detalles pueden ser enumerados para hacer más interesante la narración. La Hermana Josefina debía vigilar por el sigilo nocturno del pabellón de las mujeres. Cada hora salía de su cuarto y sus tacones de mediana altura iban y venían sobre los pasillos del segundo piso comprobando, según decía ella, la seguridad; comprobando, según se demostraba, que no le siguieran el sonido de sus tacones bajando al primer piso, dar 17 pasos sobre ladrillo y empezar a caminar sobre grama hasta el otro pabellón. Pero la historia en los dormitorios de varones estaba lejos de ser cualquier fantasía. Los 74 años de edad de la Hermana metidos entre las piernas del alumno favorito de cada noche generaban una gran cantidad de imágenes y sonidos que hemos de evitar en este momento por el beneficio de usted, apreciado lector. Lissette tenía buen oído, y cuando los tacones de la Hermana podían ser escuchados sobre el piso del pabellón contrario, abandonaba su cama y sin hacer ruido caminaba descalza hasta el cuarto de otra compañera, Virginia. Una botella de vino santificado hurtada de la capilla durante los turnos de limpieza sazonaban las horas que pasaban juntas. Horas intelectual y físicamente muy productivas sería una forma de ponerlo. Lecturas diversas, digamos, Sade, Lautreamont, Artaud, Rimbaud. Estudios varios, para decir algunos, de cábala, esoterismo de diversas fuentes, y por supuesto, erotismo, mil y una maneras de explotar los cuerpos de ambas. Pequeña comunidad radical, cercana a los aquelarres y bacanales, más o menos así se describían estas dos amigas. Hasta de un crucifijo lograron idear un temporal de pasiones. Era un crucifijo relativamente grande, de varias pulgadas de alto, sin imagen de Jesús Cristo, mandado a hacer especialmente. Sus partes eran cilíndricas y de puntas redondeadas para facilitar el uso. “El tallo de la rosa” tenía por nombre, y en honor al mismo Lissette se tatuó el muslo con una rosa. Mientras Virginia y Lissette cultivaban mutuos jardines, en el resto del instituto las cosas no iban de ningún modo hacia el bien, más bien hacia el mal.

El imperio de la imagen empezaba a gobernar apenas el sol diera primeros tientos por el horizonte. Virginia organizaba los grupos de oración en la capilla. Las rondas de limpieza quedaban a cargo de Lissete, pero en ningún momento cruzaban palabras entre si. La Hermana Josefina se retiraba durante la mañana a su cuarto. Por las tardes su ocupación eran las clases de latín, griego, y gramática castellana. Los varones, al otro lado del patio, tenían sus propios problemas.

Una noche “El tallo de la rosa” desapareció. Lissette revolvió todo su cuarto pero el tallo no estaba, parecía haber sido extraído del cajón en que le guardaba. No podía salir de su cuarto en ese momento. Espero a la madrugada por las tres rondas de la Hermana y apenas le oyó poner pies sobre la escalera se dirigió al cuarto de Virginia. Entro sin tocar pero no estaba Virginia. Regresó al pasillo y sobre la baranda pudo ver a la Hermana Josefina llevando la cruz. “¡Como quisiera crucificarla!”, pensó Lissette. A prudencial distancia empezó a seguirla. Esa noche no había luna y la figura negra del hábito monacal de la Hermana apenas se distinguía, silueta más oscura que la noche misma. Lissette le perdió de vista pero el rechinar de una puerta le aviso que había sido engañada. Buscó rápidamente con la vista y descubrió a la Hermana Josefina entrando a su cuarto, al cuarto de Lissette, en el otro lado del patio. De algún modo la había burlado. Regreso hasta su cuarto, se acerco a la puerta y tomo la cerradura, pero no abrió. Retrocedió y esperó, hasta que un sonido emergiese, el que sea, de adentro del cuarto. Los minutos que pasaron fueron eternos. Todo sonido que pasaba en el aire ajeno a su cuarto, el foco de su atención, era ignorado. Lissette dejo de respirar incluso, y comando a su corazón a dejar de latir para poder escuchar al silencio romperse desde dentro. La Hermana estaba ahí dentro, ella la había visto entrar, y con el pasar de los minutos Lissette aprendió a escuchar hasta la respiración de la misma, y logro encontrar el ritmo del corazón también, y se dio cuenta que ahí adentro estaban dos personas, dos ritmos cardíacos distintos. Afino más el oído, y encontró la manera en que la respiración de ambas personas cambiaba, pero Lissette no iba a entrar hasta que oyera algo claro. De pronto un leve suspiro, el más liviano sonó, seguido de un aterrador alarido que sacó de sus camas a varias de las alumnas del pabellón. La puerta de pronto desapareció arrancada por la fuerza de Lissette queriendo entrar y ver, y viendo se quedo como Virginia con “El tallo de la rosa” penetraba ferozmente a la Hermana moviendo en todas direcciones el artefacto y objeto de placer como si fuera a morir si no fuese de ese modo. Gritaba la Hermana, moviendo las piernas, recibiendo descargas eléctricas, con el tallo de líneas rojas dibujando pétalos y tres espinas rasgando por dentro.