26 de agosto de 2012

El cuarto blanco

José Adiak Montoya

Cuando puso un pie dentro del lugar, el mismo lugar que tenía aún frescas sus huellas de la noche anterior y la de tantas noches, ya el sol comenzaba a ceder sobre el horizonte agónico de la ciudad revuelta de bullicio de tráfico y gentes.

Se sentó. Minutos. Minutos. Minutos. Empezó a impacientarse cuando notó que Tito parecía absorto en atender otras mesas, como dejando de lado el buen servicio con él, como sabiendo que aún dejándolo morir en la espera de su cerveza, siempre regresaría todas las veces, todos los días a la misma silla, que no era siempre la misma silla, la misma mesa, que no era siempre la misma mesa, sino la misma esquina en la que pegaba el sol vitalizante y exacto a las cinco de la tarde... siempre solo.

La noche anterior, por primera vez en muchísimos años había hablado del cuadro de Degas, de cómo en tantos años nunca había conocido su nombre, el nombre de aquel cuadro que vio por primera vez cuando era un muchacho estudiante de bellas artes en Madrid en la época más feliz de su vida, aunque en el fondo de las gavetas movedizas de su memoria siempre había querido saberlo. La ebriedad, como muchas veces, había hablado por él. Se lo había confesado a Brechera, le gustaba el nombre para un futuro pintor. B-R-E-C-H-E-R-A. Sonaba bien en su cabeza.

Tito se acercó a la mesa, sin haber consultado antes ya traía consigo la cerveza del maestro, la dejó sobre la madera con una mirada apenada por la tardanza.

—Lo vino a buscar el muchacho hoy temprano señor Lizalde

—¿Brechera? —preguntó el pintor.

—Sí. Ese mismo —la respuesta de Tito— preguntó que si no había venido y dijo que iba a volver más tarde.

Brechera había aparecido hacía una semana por el bar, entró como un pequeño explorador, enjuto y reducido, una maraña de pelo negro denotaba aún más su figura escuálida y su rostro demacrado que adornaba con un leve bigotillo. Cuando el pintor lo vio entrar, cuando lo vio poner un pie dentro de su santuario de roconola y enjambres de alcohol, supo que lo buscaba a él. No por alguna certera corazonada del destino, pudo ver que entre sus manos traía el único libro que en letras doradas formaba su apellido, LIZALDE, supo, por simple vista y sus manos manchadas, que el muchacho era estudiante de pintura en Bellas Artes.

El cuadro de Degas se lo había enseñado años atrás Mala, ¿Dónde estaría perdida Mala? ¿Qué habría pasado con su talento de pintora tenaz? ¿Adónde se habrían ido aquellos pincelazos de fuego que alguna vez habían encendido sus días? Ella había estado allí siempre, emborronando lienzos juntos, haciendo de sus días una maraña de colores variados e imborrables.

—Eso mismo Maestro —Brechera lo inquiría la noche anterior—. ¿Cuál es su cuadro favorito?

—No sé cómo se llama muchacho, es complicado explicarte.

En medio de su embriaguez excelsa de la madrugada, dos almas envueltas en el bar vacío, revueltas en una paleta, y el fantasma de Mala rondando sobre la pregunta, con sus manos posadas sobre los hombros del pintor. Tito acomodando las sillas vacías una sobre otra como seres muertos sin un cuerpo encima.... ¿pero cómo que no sabe el nombre?...no sé, no sé, no sé, no sé el nombre... ¿Me está queriendo decir que sabe cuál es el cuadro pero no el nombre del cuadro?...sí, eso mismo.

Lizalde embrocado casi completamente sobre sus brazos, reposaba al borde de su sueño de borracho empedernido... ¿Cuál es? ¿Cómo es?...el pintor contesta: Es un cuadro de Degas que alguien me enseñó hace mucho, es una bailarina de ballet arqueada sobre su cuerpo con una mujer vestida de luto sentada a su lado, ambas tienen el rostro oculto, es magnífico....el pintor se quedó dormido con sus últimas palabras y el recuerdo cálido de Mala besando su frente le puso en el rostro una mueca de sonrisa adormecida antes de desplomarse sobre la mesa. Brechera se fue del bar con sus ilusiones revoloteando en la cabeza, aun después de casi una semana no podía creer que se estaba convirtiendo en parte cotidiana de aquél hombre.

Primer año de Artes Plásticas en la Escuela Nacional de Bellas Artes: segundo semestre: el nombre de Lizalde había saltado de la boca de todos los profesores de Brechera y en una tarde de calores descomunales aquel libro había caído en sus manos, se lo había pedido prestado a un profesor quién se lo llevó al día siguiente, el mismo libro con el que había entrado bajo el brazo la primera vez en el bar, era el único compendio impreso que abarcaba toda la obra de Lizalde y sus distintos períodos e influencias en él y las que él había causado en generaciones posteriores de artistas. Brechera se había quedado prendido de cada una de las pinceladas de aquél talento maravilloso, las explicaciones y los análisis textuales de las pinturas hechos por Leonard Lupin eran magistrales.

Lupin había sido un amigo cercano de Lizalde desde sus periodos de estudiantes en la Escuela de Bellas Artes de Madrid donde ambos habían llegado becados como prodigios pictóricos de sus países cuando aún no cumplían la veintena de años. Lupin había dejado la pintura por una larga serie de desilusiones que solo las estrellas llegaron a saber y se dedicó a la crítica dentro de su frustración de creador. Hasta el momento, Lupin había sido el único en escribir un libro completo sobre la pintura de Lizalde, habiéndose perdido sin embargo la última etapa de once años en la carrera de su amigo, que era el tiempo que había pasado desde que se puso una pistola tibia contra el cielo de su boca y apretó el gatillo.

Muchas veces, en sus tardes muertas de ocio, Lizalde pensaba que Leonard habría podido escribir mejor y perfectamente su biografía en lugar de aquel compendio analítico sobre su obra, solía bromear con que Leonard Lupin se acordaba más de su vida que él mismo, porque solía resistir en forma de trinchera impenetrable los estragos del alcohol y siempre terminaba relatándole cómo habían acabado la noche anterior. Además, Lupin había sido el único que había visto a Mala, algunas veces en la Escuela y aquella vez en aquella tienda de revistas. Lupin había notado la herida de nervios de Lizalde durante los encuentros, como aquella vez...hasta que se despidieron, un leve chasquido de beso en la mejilla, un fuerte abrazo de niña huérfana.

Había sido la última vez que Lizalde la vio, durante los años siguientes trató de convencerse de que la vería de nuevo, pero se la tragó la distancia, el tiempo y el Océano Atlántico. Se quedó perdida. Y el pintor se fue hundiendo en el hueco atroz de su ausencia.

Tito se apresuró a poner otra cerveza en la mesa del pintor en el momento en que él terminaba apurado el último trago ya caliente de la primera botella, agradeció a Tito con la mirada y le extendió la botella vacía. Lizalde hizo memoria ¿Qué era lo último que le dijo ayer a Brechera? ¡ah si! Degas, El Cuarto Blanco, que curioso. El cuadro ni siquiera se llamaba así, el pintor desconocía el nombre y sin embargo por muchos años una inmensa litografía de esa pintura adornaba la sala de su casa. Eso, eso era lo último de lo que había hablado con el muchacho, con Brechera, ¿Y después qué? ¡Ah si! Después Mala le había acariciado el pelo mientras dormía, había andado correteando por sus sueños toda la noche, solía encontrarla en sus sueños, era raro, a veces él era el viejo que era y Mala seguía siendo la joven que un buen día decidió salir de la carrera de artes plásticas, la misma que se había encontrado por última vez en una tienda de revistas, a veces él era joven también. Nunca la pudo concebir vieja, ni en sueños, Mala, una vieja amargada sentada en el porche de su casa regañando a todos desde su mecedora que no paraba de rechinar, frente a una puerta de cedazo roto, espantando a los numerosos gatos de algún vecino excéntrico.

No recordaba la primera vez que había visto a Mala, en tantos años, allí, ahora que se miraba extrañado sus manos arrugadas y pecosas, como desconociéndolas, no había podido recordar por más de tantas noches de desvelo fulminante la primera vez que la muchacha se cruzó en su vista. Siempre había sido un recuerdo gradual que de pronto apareció a su lado emborronando lienzos y manchándose las manos.

Era el tiempo en que fumaban todos los días, él estaba lejos de casa, era el tiempo en el que Mala tenía en su habitación unas cortinas de un azul oscuro que la hacían desorientarse y dormir hasta tarde un sueño placentero de animal perezoso. Hasta que se escapaban juntos, en las noches, cazado imágenes para los cuadros.

¿Para qué habrá venido tan temprano Brechera? El muchacho anda en la emoción de haberme conocido, ese inocente fuego en sus ojos saltones, lo conozco, años sin verlo pero lo reconozco.

—Tito, ¿como a qué hora decís que vino el muchacho?

—Temprano, no sé la hora exacta...

Había entrado con una inmensa cara de emoción, con la cabeza sacudiendo su maraña de pelo en todas direcciones buscando la robusta figura de roble viejo de Lizalde, traía un libro grueso bajo su brazo, como todos los días, revuelto con libretas, apuntes, carpetas y pinceles en los bolsillos de sus pantalones salpicados de óleo y témpera... preguntó a Tito por el Maestro, no está, de seguro viene más tarde... a pues dígale que vine.

Tentación de volver a fumar, el humo de los vecinos deliciosamente entrando por sus delicadas cavidades nasales, Lizalde exhalando, bufando dificultoso como toro enfermo, con sus pulmones heridos y cancerosos sin cuidado. Fuera fuera humo. De nuevo los ojos cerrados y la imagen de su mortaja, de su ataúd, de su cadáver tan ridículo siendo velado en el Palacio Nacional con dos guardias a cada lado. Entonces abriría los ojos y diría ¿esto es todo Lupin? once años preguntándome sobre vos ¿para esto? ¡Qué cosas pensaba!...Soy el fantasma de tu padre, destinado a vagar de noche... siempre se imaginó el espectro de Lupin recitando a un mal Hamlet para bromear con él en el día que se le apareciera, pero nunca llegó ese día, se tuvo que enfrentar siempre a la voraz soledad, al hueco inmenso que dejó la muerte de su biógrafo inédito, al único que había oído hablar de Mala, los únicos labios a los que oyó pronunciar ese nombre durante tantos años, aunque fuera para reprocharle por su infantilismo de adolescente rehusándose a morir. Sos un viejo Lizalde. Un v-i-e-j-o.

Tito: otra cerveza.

Había sido una de esas veces que las cortinas la habían vuelto a engañar, siempre parecía las cinco de la mañana dentro de la habitación de la muchacha. Su insomnio había aumentado. La acera acogedora pero fría. Madrid en vela. Un cigarrillo, eso vio el pintor, el joven Lizalde al acercarse a pie por la calle, Mala y un cigarrillo. Intercambiaron los saludos en medio de la noche helada, la noche herida por una luna que partía el cielo a la mitad. Hora de calentarse los huesos... ¿una caminata? Claro, claro...

Mala le dijo: Degas no era impresionista. Él rió. Lizalde preguntó quiénes habían sido sus amigos. Ella rió. Yo creo que en mi vida pasada fui Edgar Degas. Él rió más. Los labios de Mala se quedaron serios y se abrieron un segundo después: no era un perseguidor de la luz como los impresionistas, pasaba horas en su taller, fuera de ese aire fresco que disfrutaban tanto sus amigotes, él seguía el movimiento del cuerpo, el cuerpo humano, era un perseguidor del alma. Mala se flexionaba sobre la cuneta parodiando a una bailarina de ballet... Lizalde memorizando los movimientos de la muchacha concluyó: no era pintor, era dibujante por eso sobrellevó mejor la ceguera. Estallaron las risas.

Ese fue el único día, la única hora que Lizalde estuvo en la casa de Mala, a la vuelta de aquella caminata que a lo largo de los años su memoria había repasado tanto y alterado tanto y quitado tanto y puesto tanto, que tal vez su recuerdo ya no era real. Lo invitó dentro, sus padres dormidos y ellos dos en la sala con dos tazas hirvientes de café y un cigarrillo en la mano izquierda mientras repasaban las viejas enciclopedias de arte... Debe ser difícil, estar lejos de su país, solo, sin conocer a nadie...la voz de la muchacha lamía las heridas de soledad y nostalgia de Lizalde en aquel país extraño, Mala seguía hablando... yo prefiero abstraerme, escapar de la realidad, cerrar los ojos y estar dentro de un cuarto blanco, tan brillante que me ciegue y no ver nada, nada, aunque me tropiece a veces... un cuarto blanco como este... tomó entre sus dos manos una litografía mediana de Degas, una bailarina se arqueaba flexible sobre su abdomen junto a una enlutada mujer de misterio... mira este cuadro Lizalde, estoy segura que lo pinté en una vida pasada, mi cuarto blanco...

Se acabaron los cigarrillos y la tercera taza de café era abusar de sus ojeras insomnes, Lizalde terminó con un abrazo fuerte en el dintel de la puerta y la litografía de Degas enrollada en su mano derecha como regalo en honor de la noche en que descubrió que Degas no era impresionista.

Muchos años después esa litografía estaba colgada al otro lado del océano en la sala de la casa del pintor, no tenía seña, no tenía marcas, nunca supo en realidad el nombre de la pintura, El Cuarto Blanco desde entonces. Desde que Mala había dejado las clases de pintura nunca quiso saber el nombre real, se escondió del fantasma de Edgar Degas por todos esos años, evitó sus otras pinturas y los libros de su obra. Nunca conoció a Mala realmente, pero de lo que supo y repasaba en su cabeza, ese cuadro era el único sigilo que quedaba. La única esperanza remota y casi extinta de encontrarla un día y preguntarle ¿Cómo se llama el cuadro? ¿Aquel cuadro de Degas que me regalaste una noche que la luna partía el cielo de Madrid por la mitad? La pregunta que se le había olvidado hacerle la última vez cuando la vio en aquella tienda de revistas.

El bar empezaba a ponerse gris.

Alguna vez imaginó a Mala en las últimas pinceladas de su primer cuadro, una sonrosada niña pequeña en su escuelita de Madrid, terminando aquel cuadro primero, apenada de su creación, expuesta sobre sus rodillas en el piso, con el lienzo en el suelo cubriéndolo tímidamente con papel periódico para que nadie nadie lo mirara, que nadie viera su risa, su pequeña conquista de Degas reencarnado en ella, corriendo luego apresurada con el cuadro bajo el brazo, corriendo, ojos cerrados cuesta abajo, de su escuela a su casa y sus amiguitos inquietos llamándola desde la cancha de deportes... ¡Mala! ¡Ea Mala! ¿Qué lleváis allí?...y ella muerta de pena corriendo más rápido hasta llegar a casa, hasta llegar y descubrir el cuadro rasgando el papel periódico a tirones... descubriendo la primera sonrisa satisfecha de la pintora que nunca llegó a ser.

Lizalde, sentado, empezaba otra cerveza, sus manos temblorosas por el deseo de un cigarrillo empezaban a sostener su quijada adormecida de alcohol. Falta de más amigos: sus cigarrillos. Esos amigos que nunca le habían negado un beso en la boca tras tantas bocanadas de humo frente a sus cuadros. Le daba risa, pintaba sus cuadros con una braza incandescente a tres centímetros de ellos y luego de su firma hasta se prohibía el flash de las cámaras digitales cerca de ellos para evitar dañarlos. Todos sus amigos se habían ido marchando en el último tren de la muerte, sólo a uno había tenido que abandonar a la fuerza: El Cigarro, que en su abrazo de amistad le había ido clavando un doloroso puñal en la espalda que le iba haciendo respirar cada vez más dolorosamente. Un cáncer que parecía galopante y que milagrosamente los médicos y el molesto tratamiento al que lo sometieron le habían hecho cesar, salvarlo de la muerte con éxito y celebraciones para las artes del país.

El bar se volvió gris.

Muchas veces se volvía gris, así, con las sombras caminando presurosas aunque no hubiera sombras, aunque el sol del medio día anduviera campante por cada recoveco. Allí eran sus entrevistas, no importaba si eran embajadores con placas amarillas en sus grandes autos con encargos jugosos de cuadros o el flaco muchacho en la forma de Brechera exhalando en sus poros que yo quiero ser como usted Maestro, que yo quiero esos trazos y que un día un Leonard Lupin escriba un libro sobre mí... ¿Leonard Lupin? ¿Qué haría hoy ese viejo loco si estuviese vivo? Tantas veces se preguntaba eso de sus muertos y muchas veces lo preguntaba con el nombre de Mala envuelto y empapado en ese sentimiento, como con la esperanza perdida de que estuviera respirando en alguna parte del planeta, como haciéndola una más de sus tantos queridos muertos, allí, revuelta desnuda en la fosa común de sus muertos, tirada grotesca sobre el cadáver de Lupin, sin nunca haberlo pensado aquella última vez que lo vio con él en una tienda de revistas en una calle cualquiera de Madrid. El mismo mes que los dos pintores jóvenes y fervientes regresaron a sus tierras, sobre el mar, a sus rincones y sus calles de siempre, y Lupin abandonó París no con melancolía sino con asco. Y un trozo de la muchacha iba enrollado en el equipaje de Lizalde, un cuarto brillante y cegador, una bailarina de ballet junto a alguna viuda lamentosa.

Pasaron antes por París, Lupin le decía adiós a sus padres, que decían que Leonard estaba loco por irse a América a vivir a una tierra tropical, que los mosquitos inclementes lo iban a matar de malaria, que había perdido la razón, pero Lupin quería abandonar París, irse con Lizalde a cumplir los sueños que forjaron durante la carrera en España, los sueños de apoyar la Escuela de Bellas Artes en el país de Lizalde, los sueños de fundar un movimiento pictórico revolucionario. Lizalde flotó sobre su cuerpo y su mente, se fue del bar por un rato, se vio caminando con Lupin... que este es Saint Michel y aquel es Saint Germain, pasando por Saint-Sulpice, una semana en el Barrio Latino de la que sólo recordaba los primeros días y los primeros tragos, cerrando los ojos ante los cuadros de Degas en cada museo.

Así iba, volando sobre los famosos bulevares, viendo desde arriba la terraza del Ritz... pero de aquel París del pasado lo devolvió la gana galopante e irresistible de desalojar su vejiga llena, se levantó con un esfuerzo mediano de sus dos manos sobre la mesa para impulsarse hacia arriba, la presión de su cuerpo se aceleró por una correntada de sangre que se fue veloz de su cabeza, un leve mareo, la presión y las cervezas. Empezó lento su caminata, mirando vagamente a las personas en las otras mesas, sus vecinos de la mesa continua ya no fumaban, caminó unos metros entre el bar aún despejado a esas horas hasta llegar a la puerta del único cuarto de baño del lugar, compartido por hombres y mujeres.

Adentro ya todo era penumbra. Mientras expulsaba el líquido, desahogando en alivio su cuerpo, vio su reloj. 7:34 p.m. aun quedaba mucha noche. Cerró los ojos y por primera vez en todo el maremoto de imágenes y recuerdos de ese día se descubrió la mente en blanco, el pintor sintió un ligero alivio, como si todos aquellos fantasmas hubieran aflojado las garras de su cuello. El chorro de agua pura en sus manos estaba frío, se secó bien todos sus dedos y los metió en sus bolsillos, el frío, el aire, su temor a la artritis en sus manos aún prodigiosas.

Cuando salió, Brechera lo esperaba en la mesa, no se sorprendió, de hecho ya se había empezado a impacientar en la espera del muchacho, después de todo tenían buenas apreciaciones de muchos artistas en común. Brechera había pedido dos cervezas, una que se apuraba en su garganta y otra que esperaba paciente a Lizalde sobre la mesa, junto a la acostumbrada maraña de papeles y libros del estudiante.

El Maestro le extendió la mano... que lo vine a buscar temprano, pero no estaba... es qué yo no acostumbro venir a abrir este bar muchacho yo solo lo cierro... risas, risas, risas.

—Es que le traigo una sorpresa Maestro— dijo el muchacho con una sonrisa que había contenido durante todo el día.

—Son difíciles las sorpresas para mi Brechera, nunca tienen su efecto.

El muchacho murmuró dos o tres palabras que Lizalde no entendió, las repitió, unas palabras sin sentido para el pintor.

—¿Qué tiene eso? ¿Qué significa? —preguntó confundido el pintor con una mueca de extrañamiento.

—Pues esa es la sorpresa, eso que le acabo de decir es el nombre del cuadro de Degas, el cuadro del que me habló anoche, el que le gusta tanto y nunca había podido saber el nombre- el muchacho tomó uno de los libros que exponía en letras blancas: DEGAS, ubicó el separador en medio de las páginas satinadas y acercó el libro, abierto como una mariposa a los ojos de Lizalde, dejando al descubierto la pintura, El Cuarto Blanco desmoronándose en ese instante.

Quiso matar a Brechaera, destrozar a aquel muchacho flaco, arrancar cada uno de sus cabellos de melena alborotada, mientras, dentro de él, toda su vida se iba desmoronando como un doloroso castillo de cristal hiriendo sus entrañas. Lizalde se levantó indignado de la mesa, tembloroso como si hubiese recibido una noticia de muerte, retuvo un caudal de lágrimas tras de sus ojos ancianos. Salió del bar, sin pagar, tal vez mañana le cobraría Tito. Brechera se quedó en la mesa. Confundido con el libro de Degas entre sus manos y su cerveza recién empezada.

Lizalde caminó por la calle con el cadáver de Mala sobre sus hombros, era una noche fría con la luna partiendo el cielo a la mitad, una pareja de jóvenes reía en medio de la oscuridad amorosa de un parque, Lizalde se sentó, solo en una banca, un parque grande con una inmensa fuente apagada en el centro.

Lizalde permaneció sentado. Los dos muchachos se incomodaron y empezaron a caminar en busca de otro lugar fuera de la vista de todos, cuando pasaron a su lado, el pintor les pidió un cigarrillo, el muchacho amable sacó un paquete medio lleno de su bolsillo, tomó uno y se lo dio al viejo, se inclinó levemente para darle fuego y las dos figuras jóvenes desaparecieron en la penumbra.

Tal vez en el mismo momento que el humo entraba a los pulmones del pintor, Mala, al otro lado del mundo, probablemente perdida en una gran urbe, convertida en arquitecta o en deportista, caminaba calle abajo con un nuevo cuadro bajo el brazo, envuelto cuidadosamente con los periódicos de aquel día.

Nicaragua desde el cielo

Francisco Javier Sancho Más

Quien la vio pensó que hay que querer mucho a la tierra para copiar su nombre en una hija. Una forma de atarle a ella, con el mismo amor, y la misma condena. Hacia la tierra misma ella volvía.

La llevaron de paseo a los volcanes. Ese fin de semana tocaba los volcanes. Cada dos o tres meses su padre le mostraba la poderosa geografía que le daba nombre. Quizá, en cinco años la habría abarcado por entero. Llegarían a todos los rincones del país amado. Navegarían por casi todos sus ríos, los que se dejaran navegar, y por las costas de los dos mares que lo bañaban. Pero entonces, tocaban las alturas de los volcanes, y llegaron a uno que se llamaba El Mombacho. Y ella decidió que fuera allí. No dijo por qué, ni dio muestras de su intención.

Desde el mirador, su figura, cayendo de cabeza hacia la punta de los árboles, daba una cierta placidez a quien la mirase sin pensar en lo que veía. Se podía sentir su propio silencio flanqueado sólo por corrientes de aire.

¿Habría perdido ya el conocimiento? En caída libre, la velocidad puede provocar un mareo insoportable, y a medida que se está más cerca del imán de la tierra, la sensación se acrecienta, y con el mareo, el vómito… ¿Habría muerto ahogada? Seguramente no. Sería imposible mantener aquella postura de trapecista al revés durante tanto tiempo. Era como si antes de perderse, decidiera recrear por un minuto la belleza. Hacer equilibrios en el aire, esperando rebotar después, como si una enorme red de circo le aguardase, para volver a ensayar otras figuras.

Tras las lágrimas producidas por el golpe de viento y el cosquilleo de la velocidad, pudo distinguir los madroños y las ceibas por sus nombres. Los ramajes de esos árboles se afilaban al sol como navajas. No tardaría mucho en hacerse picadillo. Estruendo, crujidos de madera cortándose de cuajo. Le dio pena provocar aquel escándalo, un cierto pudor de no querer inquietar al bosque. Lo último en que pensó fueron preguntas. ¿A quién o a qué debía reservar en este instante su última imagen consciente? No era tan obvio, y de hecho se sorprendió de su falta de interés, concentrada como estaba en su vuelo. Habría de pasar casi rozando las puntas más altas de los árboles para saberlo.

Pero no le dio tiempo. El azote de las primeras hojas en las copas, le arañó la cara levemente. La última y suave concesión de aquellos hijos de la tierra. Luego comenzó el ruido. Sus pies aún pudieron engancharse una décima de segundo en la enramada, pero la violencia la rechazó de nuevo en una pirueta de doble salto mortal y se dio en la frente contra el cuerpo de una rama gruesa que no se rompería. Después, ese calor conocido de los primeros golpes, siempre la frente desprotegida. La sangre ya debía estar saliéndole a borbotones, salpicando las hojas sin llegar al suelo. Entonces perdió el conocimiento, pero no dejó de verse a sí misma cayendo, sin rastro de dolor, dando tumbos, y a medida que caía era ella a los diecisiete, saliendo del colegio en su última clase, y aquel joven que la seguía; luego ella a los doce, papá acompañándole a recibir el premio; y después a los nueve, primera comunión; y tras muchas ramas y golpes, un muñeco a merced de los brazos del bosque, se miró en el suelo: una bebé acurrucada, dormida plácidamente. Había vuelto otra vez hacia la tierra, y se miraba con sus ojos desde el cielo.

Quien la vio caer pensó que hay que querer mucho a una tierra para copiar su nombre en una hija que se lanza a morirse sobre ella.

Escrito, tragando saliva, después de un peligroso aterrizaje en el aeropuerto del Prat el 25 de febrero de 2008

Alicia entre dos espejos

Francisco Javier Sancho Más

Le gusta posar así, la cabeza de lado y el resto del cuerpo contra el cielo. Siempre le extraña no reconocerse en la imagen de la otra semidesnuda, sobre una camilla y copiada entre dos espejos hasta el infinito.

Se desliza su camisón levemente hasta la cintura, e imagina una mariposa replegando las alas antes de alzarse en vuelo.

No sonríe, ni siquiera cuando se complace al mirarse. Traba con una mirada gélida cualquier aproximación de las otras, en el fondo de los espejos. Allí en medio, sobre la camilla, reina segura, inalterable, única mariposa de un día en que la vida no es más que el espacio entre dos soles.

Aún está algo cubierta, pero si aguardamos un poco, se quedará completamente desnuda. Flor contra cielo. Con la cabeza de lado, comprueba (en el espejo) que nada inmóvil es real. Encima de sí, diminutos y tímidos, crecen como hierba los pezones de sus pechos. Son los primeros anuncios de lo que está por llegar. Bajo una luz opaca, la imagen repetida muestra su pelo derramándose por la espalda, como queriendo escapar del cuerpo, desnudo ya, y atrapado entre los dos espejos.

Hace tiempo, la camilla yacía aquí, extravagante como los demás objetos que venían condenados a una muerte lenta, en esta especie de trastero del que ella se empeñó en hacer su cuarto. Era una camilla ginecológica, donada en los tiempos de la escasez, para la que no pudo hallarse un lugar más apropiado. A nadie le interesó, excepto a ella. Cuando era más pequeña solía venir a treparse y, estando arriba, jugaba a navegar sobre la cubierta de un barco altísimo desde donde miraba con temblores de vértigo el inmenso suelo mar. Si se descuidaba corría el riesgo de perecer, sin aire apenas para pedir auxilio, así que se traía al juego a un capitán de azul marino al que le imploraba que no la dejase caer.

En cuanto a los espejos, ambos son idénticos. Todavía brilla el barniz en la madera de los marcos. Ni una mota de polvo sobre las lunas. Originalmente, debieron de pertenecer a un juego de salón de elegantes proporciones. Tal vez, fueron espejos de esquina, y no como ahora, en esta caprichosa disposición, uno frente al otro, camilla en medio y multiplicándose hasta el fondo la silueta dibujada de ella. De un lado, su mirada fría; del otro, su cabello en fuga, como el de los ángeles barrocos: manantiales atrapados.

Se oye un ruido que proviene de otro lado de la casa, detrás de esa puerta parece que no puede haber nada. Cristales rotos y chirridos sobre madera. Ya viene. La mariposa al revés se alerta, y permanece ahí con la cabeza de lado y el resto del cuerpo contra el cielo. No se perderá ni una sola de las contracciones que el dolor elevará hasta sus ojos. Fruncirá los labios y la frente, pero el dolor le estirará por dentro como si el pitón de un toro le cercenara la vida; la alzará en el aire como en un sacrificio primitivo a un dios animal. Estará desarmada y desnuda, pero no cerrará los ojos. Navegará por las ondas infinitas del viaje nauseabundo que se refleja.

Ahora que ya lo sabe de memoria, y que ha tenido tiempo de rescatar una a una las imágenes guardadas en el fondo de los espejos, creyó que esta vez sería distinto. Probablemente, le dolería mucho más, porque ya no habría la magia del olvido con que restarle después un ápice de verdad a las huellas en su cuerpo y en su conciencia. Llegado el momento, sólo le quedaba conjurar a los espejos para que le enviasen ayuda.

Lo que más le disgustó fue haber tenido que salir a la fuerza de su habitación. Todo comenzó en el instante en que su padre advirtió circunspecto lo continuo del sangrado, una huella húmeda que iba dejando en cada lugar donde reposaba. El sofá, el retrete, la camilla. Así que un día, tuvo que someterse a la revisión de un médico que con la frialdad de sus pálidos guantes le hurgó por dentro, venciendo su resistencia. Sucedió sobre una camilla muy blanca que, aun siendo de iguales proporciones a la suya, se le antojaba grotesca. El ginecólogo hacía preguntas cortas y su padre las contestaba. Los dos se apartaron un momento para que se vistiera, y la dejaron allí, tendida en silencio, con la cabeza de lado y el resto del cuerpo contra el cielo. Una cortina blanca, tan blanca como la camilla, se cerró y agigantó la sensación de aislamiento.

El médico se ofreció para ayudar al padre a llegar hasta una silla, pues era visible la parálisis que le hacía caminar gobernando únicamente la mitad derecha de su cuerpo. El pelo le crecía solamente de ese lado, en mechones lacios y canosos. Aunque se asistía con un bastón y parecía acostumbrado a valerse por sí mismo, el médico descartó una oscura sospecha cuando vio sus movimientos precarios. Detrás de la cortina, donde estaba la niña, no había nada, y ella añoró sus espejos con los que jugaba a verse mariposa. Pasó un momento en que todo alrededor de ella se había vuelto sordo. Pero al final, alcanzó a oír algunas palabras que le llegaron fugitivas.

- Le aseguro que es un caso único en mi carrera - decía el médico sin salir de su asombro, y lo repetía acentuando la ú con el esfuerzo de quien descorcha una botella.

-¿Único?– repetía el padre, pero a éste casi no se le oía la voz.

- Sí. ¡Y además es una barbaridad!

- Perdón, no le comprendo – repuso el padre confundido. Le ruego que me explique con claridad.

Yo…no soy de muchas letras.

-¡Que es una barbaridad, señor mío! - insistió con más rotundidad. Creyó apropiado dejar unos segundos de silencio, y luego continuó -. ¿Quiere saber por qué? Bueno –y tosió sin ganas, llevándose cerca de la boca una mano enorme –; debe entender que esto es sólo el principio. -El padre pensó entonces que esa mano debía de dolerle mucho a una niña tan pequeña-. Todavía es necesario que se haga algunas pruebas para contrastar los datos. Pero, sin temor a equivocarme, me atrevería a decir que su hija posee un himen regenerativo. Se conocen un par de casos, tal vez tres en todo el mundo, y están documentados. Ninguno sigue con vida.

El padre se revolvió en la silla. Se rascó la cabeza y arrugó el entrecejo, a lo que el médico reaccionó elevando el tono de voz. Se olvidó de que la niña estaba detrás de la cortina, y podía escucharle.

- Es sencillo – le explicó como si creyese que realmente lo era -. Su hija nació con un himen que, al ser penetrado, sufre el consiguiente desgarro, lo que llamamos comúnmente perder la virginidad, ¿me entiende? Después, por una contradicción congénita, su himen se regenera como si nada hubiera sucedido, o sea que, en sentido fisiológico, podemos decir que recupera su virginidad. Ese proceso no dejará de padecerlo nunca – el doctor se incorporó apoyándose en el filo de la mesa y respiró profundamente -. Por lo menos, uno de los casos que recoge la literatura es el de una mujer que se fue a la tumba tan virgen como había venido al mundo, y eso después de que hubiera dado a luz en varias ocasiones. Pero, ¿sabe una cosa?, es como si se tratase de una condena que les impusieran al nacer.

-¿Por qué? – preguntó el padre con voz ahogada.

- Siempre lo harán con dolor, amigo mío. El coito, sí. Siempre con el dolor de la primera vez. Pasarán de un estado febril a un placer extraño y pegajoso. En cambio…Para un hombre - y bajo la voz por si la niña aparecía – Usted perdone la confianza. No ponga esa cara, amigo, yo me refería a… usted ya sabe, considerando esto una vez que su hija sea adulta y…- se retiró del filo de la mesa con apuro -. Fíjese que entre los casos que le mencionaba antes, está el de otra mujer que entró en un convento y se hizo monja, con votos de castidad y todo. Pero yo siempre me pregunté cómo demonios se supo que esa monja padecía de himen regenerativo, y ¡hasta el punto de registrarlo en un manual de Medicina! ¿No le parece sospechoso? – le dijo sonriendo.

Al ver la cara del padre lleno de estupor, adoptó entonces el tono moralista de algunos médicos acostumbrados a la gente que asiste a las consultas con el mismo afán con que en otro siglo iban al confesionario. Dirigió la mirada a las notas del historial que rellenaba a intervalos y prosiguió con ligereza:

- Lo que es una auténtica barbaridad es que esta niña…, déjeme ver – se ajustó las gafas para leer la edad que decía la ficha, y pensó que era un buen caso para publicarlo en una revista científica. Ahora, delante del padre de la paciente, debía alarmarse -. ¡Dios mío! ¡Tan sólo trece años, y ya está siendo…! Dígame: ¿sale a menudo de casa?, ¿ya fue usted a su colegio?, ¿conoce a sus amigos de juego?, ¿algún familiar cercano la visita?, ¿alguien del que usted ni siquiera sospecharía? Su dolor debe ser terrible, ¿se lo imagina? ¿La niña nunca ha tratado de decirle algo al respecto?, ¿no le ha contado de alguien que le haga regalos, prendas de vestir o cosas semejantes?, ¿qué hace cuando usted no está en casa?

El padre, desesperado, no podía creer que lo estuviera oyendo otra vez. Se tapó los oídos con las manos porque dentro de su cabeza retumbaban, no las preguntas del médico, sino otras palabras que iban y venían, ruidos que aumentaban los decibelios, como bolas chocando contra las paredes del cráneo. Esas palabras se agazapaban en su interior y le sorprendían en cualquier momento. Creía que iba a enloquecer. Se apretó fuertemente la sien, y por fin le vino un silencio nada tranquilizador. Era la amenaza de una vieja pesadilla.

-¿Qué le ocurre señor, no se encuentra bien?- le preguntó el doctor alarmado. Más cuando vio que se reponía, comenzó a bromear:

- ¡Qué imprudencia la suya! ¿No ha oído nunca que el lugar menos indicado para que a uno le dé un ataque es en la consulta del médico? Venga, no se asuste, enseguida le traen un café.

– Y llamó por el interfono a la enfermera, exhibiendo la tramoya de un pequeño teatro donde él era director y protagonista.

Todavía un poco consternado, el padre buscaba la forma de hacerle saber al médico la absoluta necesidad de su ayuda. Tenía que hallar la solución de un misterio que por sí solo no sabría resolver. El doctor ahora tenía los ojos puestos en la enfermera que traía el café y le obsequiaba un guiño. Él respondió con una sonrisa lasciva. Luego, se apoyó de nuevo sobre el filo de la mesa con la barbilla casi encima del padre. Miró hacia la cortina, donde se ocultaba la niña. Allí, nada se movía.

Al calor del café, el padre alcanzó a explicar con la respiración y las palabras entrecortadas, que él la veía a todas horas. La niña no salía casi nunca de su habitación. Se podía decir que no tenía amigas, al menos de esas que invitan a sus fiestas de cumpleaños. Y aunque la invitasen, él no consentía. A esa edad, ya se sabe, los peligros que acechan a las jovencitas en las calles son innumerables. No hacía falta más que ver los programas de televisión por la tarde, saturados de escenas atroces de niñas torturadas a manos de hombres desalmados, niñas abandonadas en la cuneta de una carretera comarcal, o en el lecho de un río. Cuántas veces no se había sentido él como uno de esos padres que mostraban su desconsuelo en un plató, sin poder contener las lágrimas ante el primer plano de una hija desaparecida al salir del colegio. No, la calle no era un lugar seguro. El único sitio donde no podía vigilarla era precisamente en el colegio.

- Espero que el problema no venga de ahí. La profesora es buena, yo la conozco desde hace mucho. Créame, es de fiar - y lo reafirmó con la cabeza, esperando que el médico imitara el gesto. Pero no lo hizo, tan sólo se quedó escuchándole.

Así que en el colegio no había riesgo, y en la casa, a ella le gustaba pasarse la tarde entera encerrada en su habitación. De vez en cuando, él se acercaba a su puerta para saber si todo iba bien, o si necesitaba algo.- Y supongo que hace lo mismo que las muchachas de su edad: imaginarse durante las horas muertas historias de príncipes o marineros, y seguro que hasta baila con ellos delante del espejo. A las niñas les gusta contemplarse cuando interpretan su papel de inocentes o malvadas. Todas hacen lo mismo, ¿no? Pues su hija también. El resto del tiempo, ella limpiaba, ordenaba un poco, se encargaba de las compras del día. Pero la mísera pensión de invalidez no les daba para mucho, así que la niña volvía rápidamente de la tienda.

Mientras tomaba un nuevo sorbo de café, ya frío, el padre miró un cuadro colgado en la pared. Era una foto vieja en la que aparecía un grupo de muchachos, el médico entre ellos: despeinados, la camisa por fuera, la sonrisa, el abrazo de los compañeros de juventud y detrás, borroso, el paisaje montaraz. Eran los recuerdos inconfundibles de la época dura de la escasez y los combates. Y a pesar de todo, el grupo posaba con aires insolentes de victoria junto a un retrato del héroe, colocado allí para la foto. El icono de todos. Se difuminaba un poco porque era una fotografía dentro de otra, pero aún se le podía adivinar el gesto torcido y la fuerza de su mirada clavada en el horizonte. Del héroe de esos tiempos no se conservaba más retrato que aquel, realizado poco antes de su muerte (como si la hubiese presentido), años antes de esos jóvenes que lo llevaban como insignia en medio de otra guerra donde muchos querían ser como él, y mucho antes aún de que se exhibiera en la consulta de uno de esos muchachos que se hizo médico.

El padre de la paciente señaló la foto con el dedo, y dijo:

- Así que usted también estuvo allí.

El médico asintió en silencio de un modo que se pareció más a una disculpa. El padre agachó la cabeza y siguió hablando de lo que tenían en común:

-Yo también guardo esa foto en casa. Me refiero a la del héroe, claro – y sin mirar la mano alzada del médico que no deseaba seguir con el asunto, le preguntó -: ¿Adónde los enviaron?

- No, no – se excusó retomando su papel de director de escena, y le quitó importancia –. A nosotros nadie nos mandaba. Íbamos por propia voluntad, como parte de la formación médica en tiempos de guerra, ¿sabe? Una ocasión única. Éramos tan jóvenes entonces que... – y a medida que terminaba la frase se asqueó de decirla, como si comiera pan manido.

- En cambio a mí me mandaron. Al frente Norte, y luego al Oeste – repuso con gravedad el padre de la paciente. Buscaba en el médico algún gesto de admiración. Y lo halló en sus ojos abiertos como platos.



Todo el mundo sabía lo que había ocurrido en el Oeste en aquella época, lo más sangriento y cruel de la guerra. Los pocos que pudieron volver sobrevivían en condiciones semejantes a las de él.

- Me explicaron mil veces que la perforación me había dañado no sé qué músculos y nervios. Querían que yo lograse entenderlo. Para qué me servía entenderlo. El caso es que ahora ando de medio lado, porque el izquierdo más bien lo arrastro, como si se me hubiera encaramado un muerto. Le juro que, a veces, me miro la mano o el pie para comprobar que siguen ahí. Por eso es que estoy casi todo el tiempo en la casa. Qué remedio. Usted sabe que una pensión de invalidez no da ni para llegar a la quincena, y, claro, mi lista de acreedores va en aumento. ¿Qué otra cosa podría pasarme, doctor?

El médico miró de reojo a la cortina. El padre pensó que estaría impaciente por saber más detalles sobre el caso de su hija, o bien pudiera ser que sólo estuviese espiándola, tratando de verla al trasluz mientras se vestía nuevamente. En fin, lo disculpó pensando que eran cosas que pasaban entre hombres de esa edad. Pero sin dejar que le hiciera más preguntas, le siguió contando que la niña había sido la consecuencia de uno de esos amores de trinchera que estuvieron en boga durante aquella otra época. Él debía acordarse de esa moda de ruptura con los núcleos de la familia y los viejos esquemas, y de tantas otras jerigonzas en las que se ponía el corazón en préstamo y luego se lo devolvían a uno hecho añicos, como un cristal barato. Debía acordarse de cómo eran aquellas cosas. Bueno, puede que no, ¿acaso no dice que a los estudiantes de su clase no les mandaba sino su propia voluntad? De todos modos, no debe resultarle ajeno. Seguro que recuerda.

Las mujeres en la frontera tenían un acento confuso. En aquella época, decían que eran de aquí o de allá, y se la pasaban violando las normas establecidas para el trasiego de personas entre un territorio y otro. Solía ocurrir que, a veces, dos hombres de bandos contrarios compartían los favores de una misma mujer, y en consecuencia, se producían más disparos a causa de amantes despechados que por asuntos de guerra propiamente. La niña se parece tanto a su madre, sobre todo cuando se queda así con la cabeza de lado.

Un par de noches estuvo con la mujer, sólo eso, suficiente para recordarla el resto de la noches que duró la contienda. Ella le había prometido volver. No llevó nunca la cuenta de los meses, la lucha se prolongó demasiado tiempo, y no fue posible el reencuentro. Cuando llegó el armisticio y menguaron las prohibiciones y los combates, él pidió un permiso y se fue en busca de la mujer. Ella le había hablado de un pueblo. Le había contado su vida. No estaba lejos. Ahora iba a saber si todo era verdad.



Pero las mujeres de la frontera no son iguales a las demás, y provocan desgracias. Fue antes de llegar al pueblo. Se alejó un poco de la ruta hasta encontrarse en un cruce de caminos despoblado. Por un instante perdió el sentido de la orientación. Entonces se abandonó a que las cosas sucediesen como tenían que suceder. O tal vez fuese lo contrario: que él mismo hubiera atraído la metralla sobre una orilla de su cuerpo. De cualquier modo, estalló en mil pedazos sobre su costado y lo dejó de este modo, medio vivo y medio muerto. Faltaba aún mucho tiempo para que con el alto al fuego se desenterrasen las minas. Lo extraño fue que no le cercenó ningún miembro de cuajo. Tal vez hubiera sido mejor, piensa, que verse arrastrando medio cuerpo. Las gentes del pueblo que buscaba, al oír la deflagración, acudieron a auxiliarle. Un enfermero le salvó las heridas de la infección. Lo dejaron reposar en la casa de una anciana hasta que se repusiera de unas heridas que en principio no parecían tan graves. Pensó que su inmovilidad parcial remitiría más tarde. Las heridas cicatrizaron, pero el daño peor estaba adentro. Un día, la mujer llegó a visitarle. Trajo envuelta en un paño a la criatura, y sin más preámbulos le dijo que ésa podía ser su hija. No importaba si era o no de él. Le dio a entender que la creía, pero le pidió que se fueran de allí, a la ciudad. Ella lo siguió, pero no pudo acostumbrarse. Un día, le dijo que tenía que volver a recoger algunas cosas, y dejó a la niña a su cuidado.

No ha vuelto desde entonces. Él la sigue esperando porque no ha perdido la esperanza de que la niña sea el motivo para que su instinto maternal la traiga de nuevo. Pero las mujeres de la frontera no son como las demás. Cuántas noches, en su casa, no ha velado a la niña, meciéndola entre un brazo y el pecho, con los ojos fijos en la puerta, como si en cualquier momento ella fuese a aparecer. Su desesperación y la niña han ido creciendo juntos.

-Y tener que hacer de todo con este revoltijo de ácido por dentro, no crea que es fácil.

Ahora, cuando ya no aguanta más soledad, sale de casa un rato y desaparece para que la niña no lo vea derrumbarse, porque de seguro, ella le quiere, le comprende, le perdona.

- Si supiera qué tierna se le siente a veces, a pesar de su silencio. Si esa niña tuviera más palabras en la boca....

Lo reconoce. Se emborracha de vez en cuando, pero antes de llegar arrastrándose del todo, espera que se le pasen las náuseas en alguna esquina por miedo a perderse otra vez en un cruce de caminos despoblado. Cuando alcanza la puerta de la casa, suele abrirla con estrépito. Sumergido en la humedad caliente del alcohol, está siempre dispuesto a encontrarse por fin a la mujer que, de vuelta de los años, le estaría esperando. Pero nunca hay nada más que el juego de sillones vacíos desdoblándose, y esa niña en un cuarto del fondo.

- Sin embargo, habrá un día en que suceda de verdad. De verdad, de verdad…

Mientras, ocurre lo mismo de siempre: cuando sus ojos no ven a la mujer ni a nada, se va a tumbar sobre la cama para evitar que la niña lo halle en ese estado. A pesar de todo, tal vez no lo crea, hay ocasiones en que ella viene y se queda a su lado mientras le acaricia el pelo y le repite una cantinela, “pobrecito, pobrecito, pobrecito”, hasta que él se duerme.

- No se escandalice. No es tan egoísta confesar que la cuida con esmero para que su madre aparezca, más que por el bien mismo de la niña. Ella, usted puede comprobarlo, no tendrá ninguna queja de él. Sólo le contará maravillas. Al fin y al cabo, le consiente casi todo. En casa no le priva de hacer lo que ella quiera, ni de encerrarse en su cuarto de silencios y de espejos. Cada cual es como es, y las manías se agarran tanto a uno que al final acaban siendo la única compañía cuando se llega solo a la muerte. Yo sé lo que me digo; estuve bastante cerca.

El doctor ensaya un nuevo gesto, tratando de ocultar su estupor y las ganas de orinar. Se desplaza hacia un lado y cambia de postura. Le angustia la sensación de estar aprisionado entre la foto de la pared y el padre de la paciente. Se excusa con urgencia y va al servicio. Allí, por fin, respira hondo y da rienda suelta a la orina contenida. Se sumerge por momentos en la ilusión de estar a mil años luz de aquella escena, arropado por el ruido del chorro. Una vez reconfortado, no puede evitar aparecer de nuevo con la arrogancia de un ganador. Contempla una vez más a aquel extraño ser atrapado y casi inmóvil por un pasado que lleva a cuestas. El tiempo estaba devorándolo sin piedad a fuerza de repeticiones. Su vida no era más que la inclemencia de una triste pensión de invalidez y el desconcierto de esa hija, fruto de unos amores de trinchera, que se hallaba en plena pubertad y no dejaba de sangrar. Desolador, pensó, y tuvo el impulso de apretarle el hombro, consolarlo, pero no lo hizo. Prefirió hablarle desde el otro lado de la mesa.

- Pues bien, querido amigo, quisiera expresarle mis disculpas. Le aseguro que desde el principio no tenía intención de alarmarle. Menos aún deseo que usted albergue sospechas sobre alguien de su entorno (¡pero si no hay absolutamente nadie en su entorno!)- recapacitó sorprendido de lo que acababa de decir -. Debe comprender mi sorpresa. Para mí es el primer caso que... Bueno – prosiguió con suficiencia-, ahora que nos hemos entendido, y no es por restarle importancia al asunto, la única conclusión posible es más que evidente.

El padre le interrogó con la mirada, delatando su propia sensación de estupidez por no adivinar con la misma facilidad la clave del asunto. El médico le hizo señas con el dedo para que se acercara un poco y comentó en voz baja:

- No hay duda de que se trata de acto autónomo de la paciente – y su voz se hizo aún menos audible -.

Quiero decir que ella parece tomárselo como una especie de juego, pero un juego en el que utiliza algo punzante, y doloroso. Lo importante es que usted no se asuste.

El padre volvió hacia atrás la espalda, estupefacto. De nuevo estuvo a punto de enloquecer por el ruido de las palabras intrusas que se alojaban en su cerebro. Ya no acertó a oír las otras explicaciones del médico: que a esa edad, a los niños y a las niñas les da por jugar a conocer su cuerpo y sus emociones; que era parte del proceso habitual de crecimiento, incluso si lo hacían de manera brusca y descontrolada; que a pesar de todo le iba a recomendar a una amiga psicóloga con mucha experiencia en adolescentes; que él mismo, claro, le recetaría antibióticos para evitar el riesgo de infección.

El padre se debatía oprimiéndose la sien con las manos para amortiguar los golpes de un eco atronador. Su único afán era no dejarse romper la cabeza desde adentro. Ya no se acordaba de lo que había pretendido al venir al médico con la niña.

Cuando pasó lo peor, se enderezó como pudo. Se arregló torpemente el pico de la camisa que se le había salido del pantalón por el lado del cuerpo que sufría la parálisis. Sin excusarse, fue decidido a buscar a la niña. Le extrañó hasta ese momento que no hubiese aparecido todavía. Por un instante, lo detuvo el ligero temor de un mal presentimiento. Con la mano buena, aunque temblorosa, empezó a descorrer lentamente la cortina blanca. Mientras lo hacía, le molestó una imagen que se le vino fugaz y caprichosa de la que intentó zafarse como de una mosca: la loca figuración de estar frente a un público que asistía inocente al final de un truco de magia: “y ahora, señoras y señores, detrás de la cortina, ¡tachán!, la niña ha desaparecido”. Aplausos del respetable. Pero no. Al contrario, la descubrió tan quieta y sola como siempre, sin notar apenas que se estaba ajustando el vestido por debajo. Le tomó del brazo sin mirarla, como si estuviera desnuda todavía, y cuidó de no dejarla caer de aquella camilla. La llevó, asida a su brazo, hasta la puerta. Al pasar, cogió sin agradecimientos la receta que el médico le alcanzaba y se alejó desatendiendo las llamadas de la enfermera que, al final del pasillo, le estaba dando otra cita para dentro de dos semanas.

El viejo soldado inválido se detuvo un momento. Una mitad de su cuerpo se resistía a avanzar, pero con la ayuda de la niña, reinició la marcha. Iban mirando el suelo, pero en realidad no era más que un vacío de agua inmenso lo que los dos iban mirando. Y salieron de la consulta, con el paso lento, como si fueran en pos de un largo viaje.

Ahora, han pasado varios días sin que el padre y la niña se hayan visto cara a cara. Ella cae en la cuenta de que, en realidad, lo peor no ha sido que la llevasen al médico, sacándole a la fuerza de su cuarto; ni tampoco los dedos fríos de goma hurgándole sobre una camilla extraña, sino esta tregua de tiempo en la que ha podido distinguir con claridad entre lo que es cierto y lo que no. Asistida por la memoria y su imaginación ha rehecho su historia. El padre no sabe que la niña había oído casi todo en la consulta.

Se rompen algunos cristales. Una punta de madera chirría hiriendo el suelo. Ahora no tiene más remedio que conjurar a los espejos para que, en mitad del trance, le brinden la ayuda perfecta, la magia de enviarle a quien le ha de salvar a última hora. A ella le gusta posar mirándose de un lado y del otro, entre los dos espejos que se copian y se cuentan sus secretos. Es la única manera de esperar: quedarse así, con la cabeza de lado y el resto del cuerpo contra cielo, y sus pezones creciendo diminutos como hierba sobre el pecho.

Si bien de cerca, es suave, sensual, casi de cera; vista de lejos y por entero, es una niña que se contempla con miedo, como si su desnudez no fuera suya. Y con los ojos, juega a vencer el miedo dejándose poseer por el demonio en todas las bocas del espejo. Se dobla, hace contorsiones imposibles. Se aprieta los pechos, tensa los muslos, echa espumarajos por la boca. Pero desde el fondo del laberinto de cristal no le devuelven otra imagen que la de una mariposa a punto de alzarse en vuelo.

El camisón se le cae hasta la cintura. Aguarda. Su camilla empieza a oscilar igual que un barco en mar revuelta. Y se aferra a ella como puede. La embestida es inhumana. Pero no es un semidios animal el que entra; no es un hombre exudando efluvios de alcohol en toda ella, sino el que ha venido al abordaje imaginario desde el fondo de los espejos: un capitán que, sin arrugarse el uniforme azul marino, le hace el amor sobre cubierta, a riesgo de perecer por éxtasis o dolor en aquel suelo mar que está debajo.

La niña no mira su sangre, ni atiende a su condena de dolor desde pequeña. Antes del fin, hay algo que interrumpe la violencia. No es la sangre ni el temblor de mariposa; son las palabras. Una sola vez, ella, temerosa del mar sin fondo en que se convirtió el suelo, volverá la vista en busca de auxilio. Y a pesar del daño por la punzada horrible, el que le aborda halla en sus ojos un rastro de dulzura insoportable. Y enloquece al no saber si las palabras que oye vienen de afuera o desde adentro. Es la voz de la niña que aún le alcanza para, antes del fin, pedirle sin remedio:

“No me hagas daño esta vez. ¡Por lo que más quieras

Managua, La Paz, Sevilla, Barcelona. 2006-2007

La noche que maté al Cadejo

Luis Núñez Salmerón

Allá por noviembre de 1979 tuve que viajar, de manera súbita, a Puerto Cabezas a desarrollar alguna función que tenía que ver con mi desempeño como Oficial del Ministerio del Interior.

Debido a que arribé temprano en la tarde pude completar parte del trabajo que llevaba encomendado; por lo que pedí que me llevaran a la “pensión” donde pernoctaría. Esta no era más que un simple cuarto compuesto por cuatro paredes de madera mal cortada. Nada fuera de lo usual para un lugar como Puerto Cabezas.

Habiendo solucionado lo anterior, decidí caminar por las calles del pueblo para conocer, pues tenía la impresión que regresaría pronto a esa parte escondida de Nicaragua.

Fue así que conocí a un grupo de Cooperantes de ambos sexos de República Dominicana. Estos me invitaron a unirme a ellos en una tertulia que efectuarían en la playa esa noche, con una previa visita a la “discoteque” llamada Hongo Jack.

Llegué puntual (después de todo, era militar). La velada en la “disco” se llevó a cabo muy alegremente. Un par de horas más tarde, ya obscuro, nos fuimos a la playa donde entre recitales a la naciente revolución y odas a Sandino, Carlos Fonseca y otros, se empezaron a relatar cuentos de miedo.

Los dominicanos hicieron lo suyo. Vocalizaron lo mejor de sus leyendas. Un par de nicas que integraban el grupo no se quedaron atrás y sacaron a relucir a la Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala, La Mujer sin Cabeza y el ya famoso CADEJO.

Éste último desató una polémica sobre su existencia y la veracidad de las dos “versiones”. El Cadejo blanco y el negro. Cada quién decía lo mucho o poco que sabía sobre este ser enigmático o sus experiencias con el mismo.

Ya entrada la madrugada se disolvió la tertulia en cuestión y cada individuo buscó su camino. Los dominicanos, por ser miembros de una misma unidad médica, tomaron rumbo al hospital. Los dos nicas se fueron por otro norte pues vivían aparte. Yo, con muchas dudas sobre la dirección en que quedaba la pocilga que las haría de hotel esa noche, empecé a caminar sólo por las desérticas calles de Puerto Cabezas.

En aquellos años el alumbrado público era más sueño que realidad. La mayor parte de sus calles eran iluminadas por el resplandor de la luna, – y como suele decir don Pancho Madrigal – “Esa noche, era de luna llena”.

Sin tener con quién hablar sobre la velada tan interesante, me vi obligado a recordar esos alegres momentos, lo cual me llevó, forzosamente, a recordar las narraciones sobre nuestro seres mitológicos. La Carreta Náhuatl, EL Caballo de Arrecahavala, la Mujer sin cabeza, y el CADEJO.

Conociendo lo que se dice sobre este animal. Que supuestamente asusta a los trasnochadores y mujeriegos, no pude evitar reconocer que yo caía en una de esas clasificaciones (la primera); por lo tanto, quizás sin querer, voltié a ver sobre mi hombro. Por si las dudas.

A los pocos minutos, a escasos pasos de dar vuelta en una esquina que me llevaría al “hotel”, mi sexto sentido, ese en el que he confiado a ciegas cuando se activa, y que NUNCA me ha engañado, me avisó sobre “algo”. Todavía, mientras escribo esto, se me erizan los pelos al revivir esa noche. Yo, solitario en un pueblo perdido de Nicaragua, únicamente acompañado por la luna llena y por mi sexto sentido. Incluso, creo recordar que me detuve por unos segundo, dudando si debería o no doblar esa esquina.

Decidí que no podía tomar otras calles sin correr el riesgo de perderme. Por lo tanto saqué de mi cintura la pistola marca Llama, calibre 9mm que portaba, la puse “bala en boca” y caminé. Caminaba y recordaba: La Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala… el Cadejo.

Continué por el centro de la calle; tal cómo siempre hacía en ocasiones similares. Viene a mi memoria que en esa cuadra había dos o tres casas cuyas palúdicas bujías hacían de alumbrado público. Había caminado aproximadamente 25 varas cuando de repente, de un solar vacío cubierto por altos árboles de quién sabe qué, sentí un movimiento pesado que salía del mismo. Inmediatamente giré mi cabeza y pude ver que hacia mí se dirigía un “bulto” obscuro, grande, muy grande. Recuerdo haber sentido una especie de corriente eléctrica que me recorrió desde las piernas hasta los hombros. De repente sentí frío intenso en mis brazos.

Todo eso mientras el “bulto” continuaba pesadamente hacia mí. Fue ahí cuando mi instinto de supervivencia reaccionó. Di un salto quantum hacia una pared de la próxima casa mientras levantaba mi brazo derecho en la que portaba la pistola y sin apuntar descargué mi furia y susto en cuatro o cinco disparos con las certeza de que había pegado.

Efectivamente; sentí que el ente se desplomaba. Yo confiaba en mi puntería. En su viaje hacia el suelo y hacia el Infierno creí escuchar un quejido ¿o habrá sido mugido? Me pregunté en aquellos segundos ¿Será que el famoso Cadejo es un familiar extraviado del Minotauro? Seguro de mi victoria me acerqué con cautela. Llegué a unos 10 pies de distancia y logré verle. Fue en ese momento cuando noté con horror que me había “enjaranado” con una vaca.

En el preciso momento en que el semoviente expiraba, salían de la casa tres machetes con sus respectivos dueños, más un Arcabuz probablemente abandonado por algún traficante de esclavos del siglo antepasado, cargado por los brazos de alguien.

Aparte de les excusas obligadas del caso me comprometí, debido a mi posición de responsabilidad en el MINT, a enviar desde Managua una cantidad no recordada de dinero como pago por el “asesinato” del Cadejo. En esa ocasión aprendí a no escuchar más esos cuentos de caminos, por lo menos mientras yo anduviera armado. Eso sí. Me cuentan que desde entonces el Cadejo ya no asusta en Puerto Cabezas.

El sueco

Ernesto Cardenal

Yo soy sueco. Y comienzo declarando que soy sueco porque a ese simple hecho se deben todas las extrañas cosas que me han sucedido (que algunos considerarán increíbles) y que ahora me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y vine, hace ya muchos años, por una corta visita, a esta pequeña y desventurada república de Centroamérica —en la que aún me encuentro— buscando un ejemplar de una curiosa especie de la familia de las Iguanidae no catalogada por mi compatriota Linneo, y que yo considero descendiente del dinosaurio (aunque en el mundo científico aún se discute su existencia). Tuve la mala suerte de que apenas acababa de cruzar la frontera, cuando caí preso. Porqué caí preso no se espere que lo explique, pues nunca me lo he podido explicar yo mismo satisfactoriamente, por más que he tratado de explicármelo durante años, y no hay nadie en el mundo que lo explique. Es cierto que el país estaba entonces en revolución y mi aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que había cometido la im-prudencia de venir a este país sin conocer el idioma. Se me dirá que ninguna de estas razones son causa suficiente para caer preso, pero ya he dicho que no había explicación satisfactoria. Sencillamente: caí preso.

De nada me valió que tratara de hacerles comprender, en una lengua ininteligible, que yo era sueco. Mi firme convicción de que el representante de mi país me llegaría a rescatar se desva¬neció más tarde, cuando descubrí que ese representante no sólo no podría entenderse conmigo, pues no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino que además era un anciano sordo y enfermo, y también él mismo, con frecuencia caía preso.

En la cárcel conocí a gran cantidad de gentes importantes del país, que también acostum¬braban a menudo caer presos: ex presidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aun una vez, incluso al mismo jefe de policía. La llegada de estos personajes, que ocurría gene¬ralmente en grandes grupos, alteraba la rutina de la cárcel con toda clase de visitantes, mensajes, envíos de viandas, sobornos, motines, y hasta fugas a veces. Estas grandes llegadas de presos que había en los días de conspiración modificaba siempre la situación de nosotros los que teníamos, por así decirlo, un carácter más permanente en la cárcel, y de una celda individual —relativamen¬te cómodo— podían pasarlo a uno a una celda inmensa repleta de gente y en la que apenas cabía una persona más, o a un agujero individual en el que también difícilmente cabía una persona, o incluso a la cámara de tortura— si teniendo el resto de la cárcel lleno— estaba ésta desocupada.

Pero digo mal cuando digo la cárcel, porque no era una cárcel sino muchas, y muchas veces se nos cambiaba de una a otra sin razones aparentes, yo creo haberlas recorrido casi todas. Aunque un destacado opositor que estaba preso —y antes había sido una figura destacada del Gobierno— me dijo una vez que la cárcel era una sola; que el país entero era una cárcel, y que unos estaban en «la cárcel» dentro de esa cárcel, otros estaban con la casa por cárcel, pero todos estaban con el país por cárcel.

En estas cárceles es frecuente encontrarse a viejos presos de confianza, que están cum¬pliendo alguna sentencia muy larga por algún crimen, convertidos en carceleros, como también a antiguos carceleros en calidad de presos, y así como importantes hombres del Gobierno a veces caen presos, igualmente ha habido importantes presos de la Oposición que después han pasado a ocupar altos puestos del Gobierno (puedo atestiguar de uno, que estuvo preso en estas cárceles y que, según me han dicho otros compañeros de prisión, aún participó en un atentado, y ahora es Ministro de Estado), pero la confusión se aumenta más todavía con los agentes secretos y espías encarcelados, que uno nunca sabe con certeza si son falsos espías del Gobierno presos por entenderse con la Oposición o falsos presos puestos en la cárcel por el Gobierno para espiar a la Oposición.

A propósito de la Oposición, he de referir aquí lo que uno de los más importantes hom¬bres de la Oposición me confió una vez «La Oposición —me dijo— en realidad no existe, es una ficción mantenida por el Gobierno, como el Partido del Gobierno también es otra ficción. Hace tiempo dejó de existir, pero también a nosotros nos conviene mantener esta ficción de Oposición, aunque a veces caernos presos por ella». Y si esto será verdad o no, no lo puedo asegurar. Pero mucho más extraordinaria revelación —y más increíble— fue la que me hizo, en el más grande de los secretos, uno de los más íntimos amigos del Presidente que —convertido ahora en uno de sus más encarnizados enemigos— estaba preso: «¡El Presidente —me dijo— no existe! ¡Es un doble! ¡Hace mucho tiempo dejó de existir!». Según él, el Presidente había tenido un doble que usaba para los atentados, los cuales muchas veces eran falsos y urdidos por el propio Presidente, para ver quiénes de sus amigos caían en la trampa y liquidarlos (aunque este juego también le resultaba peligroso, además de complicado, porque se prestaba a que verdaderos complotistas simularan con él urdir un falso complot, con el propósito de liquidarlo realmente) y parece ser que un día o fracasaría algún plan del Presidente o tendría éxito alguno de sus enemigos (quizás también con la complicidad del mismo doble —ya fuese por ambición personal para suplantar al Presidente o por defensa propia viendo su vida amenazada en el cruel oficio de doble— aunque los detalles no los sabía o no me los quiso decir mi informante), pero el hecho había sido que el doble quedó en lugar del Presidente, y si todo esto es fábula, o patraña, o la verdad, o una broma, o el desvarío de una mente desquiciada por el encierro, yo no lo puedo decir, ni tampoco supe si la amistad de mi informante, o su traición, habían sido con el primer Presidente o con su supuesto doble, o con los dos.

Como se comprenderá, yo ya había llegado a dominar el idioma, y a adquirir, en la cárcel, un perfecto conocimiento de todo el país, y había tratado íntimamente a los personajes más importantes de la Oposición (y aun del Gobierno, como ya dije), los cuales me hacían confiden¬cias en la prisión que afuera no se hacen a la esposa, ni siquiera a los otros conjurados. Puede decirse pues que la única persona importante del país que yo no conocía era el Presidente. Y aquí empieza lo más extraordinario de mi historia, porque sucedió un día que, estando preso, no sólo llegué a conocer al Presidente, sino que además lo llegué a conocer en una forma mucho más íntima que como yo había tratado hasta entonces a ninguna otra persona de la Oposición o del Gobierno. Pero no nos adelantemos a los hechos.

En un principio, cuando caí preso, estuve repitiendo incansablemente que era sueco, pero al fin lo dejé de hacer, convencido de que así como para mí era absurdo que me encarcelaran siendo sueco, igualmente lo era para ellos el libertarme por el solo hecho de serlo. Llevaba yo varios años en la situación que he referido, y perdidas las esperanzas de que al terminarse el período del Presidente yo me vería libre (porque éste se había reelegido), cuando llegaron a mi prisión unos agentes del Gobierno a preguntarme —para mi sorpresa— si yo era sueco. No sin titubear antes un momento, por lo inesperado de la pregunta y el interés que denotaban al hacerla, les respondí que sí, y al punto me hicieron bañarme, me rasuraron y me cortaron el pelo (cosas que jamás me habían hecho) y me pusieron un traje de etiqueta. En un comienzo pensé que las relaciones con mi país habrían mejorado extraordinariamente, aunque por otra parte tantos preparativos y ceremonias —y especialmente el traje de etiqueta— me produjeron un serio temor, pensando que tal vez me llevaban a matar. El temor se disipó, en cierto modo, cuando descubrí que me llevaban ante el Presidente.

Inmediatamente que llegué se me abrieron todas las puertas hasta entrar al despacho del Presidente, quien parecía que me estaba esperando Al verme me saludó cortésmente: «¿Qué tal? ¿Cómo le va?». Aunque creo que no ponía mucha atención en su pregunta. Antes que yo respondiera me preguntó si yo era sueco. Le respondí con toda decisión afirmativamente, y me volvió a preguntar: «Entonces, ¿usted sabe sueco?». Le dije también que sí, y mi respuesta le complació visiblemente. Me entregó entonces una carta escrita con delicada letra de mujer en la lengua de mi país, ordenándome que se la tradujera. (Más tarde me enteré que cuando llegó esa carta habían buscado inútilmente en todo el país alguien que pudiera leerla, hasta que uno,

afortunadamente, recordó haber oído en la cárcel gritar a un preso que era sueco). La carta era de una muchacha que suplicaba al Presidente le regalara unas cuantas de esas bellas monedas de oro que, según había oído decir, circulaban aquí, expresando al mismo tiempo su admiración por el Presidente de este exótico país, al que le enviaba también su retrato: ¡la fotografía de la muchacha más bella que yo he visto en mi vida!

Después de oír mi traducción, el Presidente, a quien la carta y sobre todo el retrato de la muchacha habían agradado mucho, me dictó una contestación no exenta de galantes insinua¬ciones, en la que accedía gustosamente al envío de las monedas de oro, en generosa cantidad, aunque explicaba sin embargo que ello estaba expresamente prohibido por la Ley. Traduje fiel¬mente a la lengua sueca su pensamiento, con el firme convencimiento de que mi inesperado servicio me proporcionaría no solamente la libertad, sino hasta un pequeño nombramiento quizás, o al menos el apoyo oficial para encontrar la ansiada Iguanidae. Pero como una medida de prudencia, por cualquier cosa que pudiera pasar, tuve la precaución de agregar unas líneas a la carta que me dictó el Presidente, explicando mi situación y suplicándole a mi bella compatriota que gestionara mi libertad.

No tardé mucho en felicitarme por esta ocurrencia, pues apenas había terminado mi trabajo cuando fui llevado, con gran desilusión de mi parte, otra vez a la cárcel, donde se me quitó el traje de etiqueta, volviendo nuevamente a mi triste condición de antes. Pero los días desde entonces ya fueron llenos de esperanza, sin embargo la imagen de mi bella salvadora no se apartaba de mi mente, y al poco tiempo, una nueva bañada y rasurada y la puesta del traje de etiqueta me hicieron saber que la anhelada contestación había llegado.

Así era en efecto. Como yo ya lo había previsto, esta carta se refería casi exclusivamente a mi persona, suplicándole mi libertad al Presidente, pero (y esto también yo ya lo había previsto) yo no le podía leer esa carta al Presidente, porque, o creería que eran invenciones mías, o des¬cubriría que yo antes había intercalado palabras mías en su carta, castigando hasta tal vez con la muerte mi atrevimiento.

Así me vi obligado a callar todo aquello que se refería a mi liberación, sustituyéndolo tristemente por frases aduladoras para el Presidente. Pero en cambio en la contestación galante que él me dictó, tuve la oportunidad de hacer una relación más completa de mi historia, desva¬neciendo al mismo tiempo la idea romántica que ella tenía del Presidente y revelándole lo que éste era en realidad.

A partir de entonces la linda muchacha comenzó a escribir con frecuencia demostrando un interés cada vez más creciente en mi asunto, con el consiguiente aumento de mis rasuradas y baños y puestas del traje de etiqueta, al mismo tiempo que de mis esperanzas de libertad.

Fui adquiriendo así cada vez mayor intimidad con ella a través de las contestaciones que me dictaba el Presidente, las que yo aprovechaba para desahogar mis propios sentimientos. Debo confesar que durante los largos y monótonos intervalos habidos entre carta y carta, el pensamiento de mi libertad (unido al de la maravillosa muchacha que podía proporcionármela) no se apartaba de mi mente, y ambos pensamientos a menudo se confundían en uno sólo, hasta el punto de que yo ya no sabía si era por el deseo de mi libertad que yo pensaba en ella, o era por el deseo de ella que pensaba en mi libertad (ella y la libertad eran para mí lo mismo, como se lo dije tantas veces mientras el Presidente dictaba). Para decirlo con más claridad: me había ido enamorando. Parecerá improbable a los que lean este relato (estando afuera) que uno se pueda enamorar, en el encierro de una cárcel, de una mujer lejana a la que no conoce más que en fotografía. Pero yo les aseguro que me enamoré en esta cárcel, y con una intensidad que los que están libres no pueden ni siquiera imaginar. Pero, para desgracia mía, el Presidente, aquel hombre misántropo y solitario y extravagante y lleno de crueldad, también se había enamorado, o fingía estarlo, y, lo que era peor, yo había sido el causante y fomentador de ese amor, haciéndole creer, con el propósito de mantener la correspondencia, que las cartas eran para él.

En mis largos y angustiosos encierros yo ocupaba lodo mi tiempo en preparar cuidado¬samente la próxima carta que leería al Presidente, lo que me era indispensable, pues éste no permitía que primero la leyese para mí mismo y después se la tradujera, sino que exigía que se la fuera traduciendo al mismo tiempo que leía, y además (fuese porque desconfiara de mí o por el placer que esto le proporcionaba, me hacía leer tres y aun cuatro veces seguidas una misma carta. Y preparaba también la contestación que escribiría, puliendo cada frase y esmerándome en poner en ellas toda la poesía y belleza tradicional de la lengua sueca, y aun incluyendo a veces pequeñas composiciones en verso de mi invención.

Para prolongar más mis cartas fingía al Presidente toda suerte de preguntas sobre la his¬toria, costumbres y situación política del país, a las que él respondía siempre con mucho gusto. Así, él me dictaba entonces largas epístolas, hablando de su Gobierno y de la Oposición y los problemas de Estado y consultando y pidiendo consejos a su novia. Resultó entonces que yo, desde una prisión, daba consejos al Gobierno y tenía en mis manos los destinos del país, sin que nadie ni el mismo Presidente lo supiera, y obtuve el regreso de desterrados, conmuté sentencias y liberté a compañeros de prisión, aunque sin que ellos pudieron agradecérmelo. Pero el único por quien yo no podía abogar era por mí.

Uno de los más grandes placeres de los días de dictado era poder mirar el retrato de ella, que el Presidente sacaba de un escondite, según él «para inspirarse». Yo le pedía que nos enviara más retratos y ella lo hacía, aunque como se comprenderá, todos quedaban en poder del Presidente. Mi venganza consistía en los regalos que él enviaba, que eran muchos y valiosos, y que ella recibía más bien como míos.

Pero un terror había ido creciendo en mí, juntamente con mi amor, y era esa gran colec¬ción de cartas que se había ido acumulando en el escritorio del Presidente, y en las que ya por último ni se le mencionaba a él siquiera, sino de vez en cuando, y eso para insultarlo. En cada una de esas cartas estaba, por así decirlo, firmada mi sentencia de muerte.

El tema de la libertad como se comprenderá es el que predominaba en nuestra correspon¬dencia. Siempre habíamos estado ideando toda clase de planes o imaginando todas las estrata¬gemas posibles. Mi primer plan había sido el de la huelga, negándome a traducir nuevas cartas, a menos que se me concediese la libertad, pero entonces se me condenó a pan y agua, y esto, junto con el suplicio aún mayor de no leer más cartas de ella (que ya entonces se me habían hecho indispensables) quebrantó mi voluntad. Propuse entonces como condición que al menos la ra¬surada y el baño y el buen vestido me fuesen proporcionados en forma regular y no únicamente en los días de carta (lo que era no solamente impráctico sino también humillante) pero ni aun esto me fue concedido, y entonces me hube de rendir incondicionalmente.

Después ella propuso hacer un viaje de visita al Presidente para gestionar aquí mi libertad (plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo decidido de éste, quien desde hacía tiempo ¬la estaba llamando con alguna impaciencia) pero yo me opuse terminantemente a esto porque equivaldría a perderla a ella sin lugar a duda (y perderme yo también posiblemente). Mi pro¬puesta, en cambio, de que viniera otra mujer en lugar suyo fue rechazado por ella, como algo peligroso, además de imposible. Otro plan de ella, y que estuvo a punto de realizarse, fue el obtener una protesta enérgica de parte de mi Gobierno y aun una ruptura de relaciones, pero yo le advertí a tiempo que semejante medida no sólo no remediaría mi situación, sino que la empeoraría considerablemente y ya no se volvería a saber de mí. Yo prefería más bien que se tratara de mejorar las relaciones de los dos países, entonces en estado tan lamentable, pero, como alegaba ella con mucha razón, ¿cómo convencer al Gobierno sueco que mejorará sus relaciones por el motivo de que a un ciudadano suyo lo hubieran puesto preso injustamente? Pero la más descabellada ocurrencia, sugerida por un abogado amigo de ella, fue la de exigir mi extradición como delincuente (lo que yo objeté), no reparando que si ya me tenían preso sin motivo, habien¬do una acusación contra mí, el Presidente me daría la muerte en el acto.

Pero no se crea que éramos nosotros los únicos que hacíamos planes, pues todos los pre¬sos (y aun el país entero) vivían todo el tiempo elaborando los más diversos y contradictorios planes: la huelga general o el atentado personal, la acción cívica, la revolución, la alianza con el Gobierno, la rebelión, la conspiración palaciega, la violencia y el terrorismo, la resistencia pasiva, el envenenamiento, la bomba, la guerra de guerrillas, la guerra de rumores, la oración, los poderes psíquicos. Aun había un preso (un profesor de matemáticas) que estaba trabajando en un plan, muy abstruso, de derrocar al Gobierno por medio de leyes matemáticas (concebía una organización clandestina casi cósmica que iría creciendo en proporción geométrica y que a las pocas semanas sería tan grande como el número de habitantes de todo el país, y pocos días más tarde, de seguir creciendo, no serían suficientes los habitantes de todo el globo, pero no tomaba en cuenta que los que no se sumarían a la organización también crecerían en proporción geométrica).

En lo que a mí respecta, un nuevo temor se había venido al agregar a los otros, y era el ver que cada día me iba haciendo más peligroso a los ojos del Presidente, por el gran secreto (jun¬tamente con el sinnúmero de confidencias menores) de que yo era depositario; aunque también era cierto que su amor, real o fingido, constituía mi mayor garantía, porque él no me mataría mientras necesitara mis servicios (pero esta garantía me angustiaba también por otra parte, porque necesitando mis servicios era más improbable que me dejara ir). Y la misma esperanza que tuve en un principio, de que un compatriota mío acertara a pasar, se había convertido ahora en la principal ansiedad, porque el Presidente podría enseñarlo orgullosamente alguna carta, y se descubriría mi fraude.

Estábamos así ella y yo ocupados en la elaboración de un nuevo plan que probara ser más efectivo, cuando de pronto, aquello que más me aterraba y que con todos los recursos de mi men¬te había tratado de evitar, llegó a suceder: el Presidente dejó de estar enamorado. No fue, para mi desgracia, su desenamoramiento gradual sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme. Sencillamente las cartas que llegaron ya no fueron contestadas sino tiradas al canasto, y no se me llamó sino de tarde en tarde para leer alguna, más bien por curiosidad y por aburrimiento que por otra cosa, dictándome después contestaciones lacónicas y frías con el objeto de poner fin al asunto. Toda la desesperación y mortal angustia de mi alma fueron vertidas en esas líneas, y en las pocas cartas que aún tuve la suerte de leer al Presidente, puse a la vez las más apasionadas y ardientes súplicas de amor que jamás haya preferido mujer alguna, pero con tan poco éxito que se me suspendía la lectura a mitad de la carta. Para colmo de desdicha, éstas eran más bien de reproche para mí, por no contestarle, poniendo ella en duda que aún estuviera preso y aun llegando a insinuar que tal vez nunca había estado preso. La última vez, en la que ya ni siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial sino que en la propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura completamente definitiva, comprendí que ella, mi libertad y todo, habían terminado y mis postreras y desgarradores palabras de adiós fueron escritas.

El papel que sobró y la pluma me los dejaron en la celda, por si se necesitaba de nuevo alguna carta mía, supongo yo. Y si el Presidente no me mandó a matar porque me quedó agra¬decido, o por si otra persona le escribe de Suecia, o sencillamente porque se olvidó de mí, yo no lo sé (y aún pienso también en la posibilidad de que lo hubieran matado a él —aunque esto es inverosímil— y el que exista ahora sea otro doble). Ignoro también si ella me ha seguido escri¬biendo o si ya tampoco se acuerda de mí, y aún se me ocurre el absurdo terrible de que tal vez ni siquiera existió, sino que fue todo tramado por alguno de la Oposición en el exilio, para burlarse del Presidente o burlarse de mí (o por el mismo Presidente que es cruel y maniático) debido a una costumbre de pensar absurdos que últimamente se me está desarrollando en la cárcel. ¿Me habrás querido tú también, Selma Borjesson, como yo te he querido con locura en esta prisión?

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ya otra vez perdí las esperanzas de verme libre al terminar el período del Presidente, porque éste otra vez se ha reelegido. El papel que me sobrara, y que ya no tiene objeto, lo he ocupado en relatar mi historia. Escribo en sueco para que el Presidente no lo entienda, si esto llega a sus manos. Termino aquí porque el papel ya se me acaba y quizás no vuelva a tener papel en muchos años (y quizás me queden pocos días de vida). En el remoto caso de que un compatriota mío acierte a leer estas páginas, le ruego interceder por la libertad de Erick Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.

NOTA: Un amigo mío que estuvo preso encontró este manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de un ladrillo. Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde un representante sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No hemos podido encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo he publicado el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de redacción y de gramática.

El cuento nicaragüense (antología), 1981.

Monte de Piedad


Fernando Silva

- ¡Doña Evangelina, doña Evangelina! -la llamó el muchacho.

La mujer se dio vuelta dejando su cara junto a la pared y se estiró un poco sobre la vieja cama.

El muchacho le puso la mano en la frente- ¡’Ta caliente!- dijo.

Ella parpadeó quedándose ahí de lado.

El viejo don Carmen, que estaba adentro sentado en un banco comiendo, se levantó y se vino a donde estaba la mujer acostada. La quedó viendo afligido y en seguida le tocó la frente.

- ¡’Ta que arde!- dijo, y volviendo a ver al muchacho. -Ve, Chico… traele agua, -le pidió; y rascándose la cabeza preocupado le dijo a Chico -Aquí me vas a esperar vos, que yo voy ir hablar con don Emilio, y se fue a sacar la bicicleta para irse.

Chico se acomodó en un cajoncito que tenía cerca mientras esperaba que volviera don Carmen.

Se fijó que en la comodita del cuarto, pegada a la pared, ahí atrás donde guardan en vela a los santos se notaba una cajita cuadrada de madera. Chico se alzó para ver y en seguida se vino a la comodita y agarró la cajita. La mujer enferma lo sintió- No estés tocando nada ahí -le dijo con la voz apagada.

Chico se hizo el que no oyó y abrió la cajita. Adentro halló una cadena de oro, larga, que le llamó la atención.

En eso estaba cuando oyó el ruido de la puerta que ya venía de vuelta don Carmen, entonces sacó la cadena de la cajita y se la guardó en la bolsa.

- Es que don Emilio me dijo que era mejor llamar la ambulancia. Buscame aunque sea una sábana- le dijo al muchacho.

El muchacho se fue al cofre que estaba al fondo del cuarto y sacó la sábana.

-Lo peor es que estoy sin nada- le dijo don Carmen a Chico.

- Pero la ambulancia arregla eso.

- De todas maneras -dijo don Carmen, acercándose a la comidita- no queda más que echar mano de la cadena -pero cuando abrió la cajita no la halló. ¿No has visto vos aquí esa cadena?

- No, no sé -dijo Chico.

La ambulancia estaba llegando y don Carmen dijo que iba a acompañar a doña Evangelina al hospital.

- Quedate aquí, por favor, para mientras vuelvo -le dijo don Carmen a Chico.

Don Carmen volvió hasta el otro día en la madrugada.

- Nada se pudo hacer -le dijo a Chico llorando. Chico no le dijo nada.

- Tengo además la preocupación de la cadena que desapareció, y que ahora me sirviera, por lo menos para los gastos; además de que tu tía Evangelina le tenía mucho apego. Y es que Rito Muñoz, el abuelo de ella, se la dejó; y le dijo que esa era la cadena de su vida. Todo el tiempo se habló en la casa de eso de que la cadena que era la cadena de vida de Muñoz; raro,-¡quién sabe!

Después de unos meses una sobrina de don Carmen se vino a vivir a la casa con don Carmen. Tenía dos muchachitos y se acomodaron bien.

-Gracias a Dios -decía don Carmen- así no quedo solo, porque Chico se fue a Chontales y allá trabaja.

Don Carmen era CPF de la Ferretería “El Clavo”, de don Emilio López, y ahí él la pasaba más o menos.

Chico volvió tiempo después de Chontales y se le apareció en la casa una tarde. Estuvo platicando con don Carmen, como que le llegó a prestar unos reales, pero don Carmen no le resolvió nada.

- Hasta ahora se apareció- le contó don Carmen a la Luisa, la sobrina que vivía con él ahí en la casa -… y a mí no me la hace, porque, ¿qué se hizo, pues, la cadena de la Evangelina?; ¡es raro eso!

Chico estaba viviendo en el barrio de las Américas 2, allí más bien estaba posando donde un amigo, mientras conseguía trabajo.

Todo iba bien hasta una noche que pasó algo de lo que todavía la gente no deja de hablar.

Armando el “Cacho”, que así le llamaban al amigo donde vivía Chico, cuenta que Chico era muy fregado, y que además se tiraba sus churros, por eso tal vez siempre andaba en aprietos. Que prestame diez pesos; que prestame veinte; que mañana te los devuelvo: así era.

Un día, buscándose algo en la bolsa, se le cayó al suelo una cadena de oro.

- ¿De quién es eso?- le pregunté.


- Sí es mía, creelo -me aseguró-, lo que pasa es que no puedo ni venderla.

- ¿Y por qué?

- ¡Ah!, es que como no tengo ningún papel, pueden creer que me la caché, ¿ves?

- Sí, pero estás tan fregado que por lo menos la podés ir a empeñar al “Monte de Piedad”.

- Es buena idea -dijo Chico-, ahora voy ir.

Dice Armando el “Cacho” que Chico ha de haber empeñado la cadena que andaba porque le pagó a él los reales que le había prestado, pero que le contó algo que el “Cacho” no le hizo caso.

- Vieras que desde que empeñé la cadena me están pasando cosas.

- ¿Qué cosas? -le preguntó el “Cacho.

- Como que alguien me está saliendo.

- Saliendo, ¿cómo?

- No sé; que me están asustando.

- ¡Asustando! -y Armando el “Cacho” se le puso a reír.

- Sí, es verdad. Anoche no me dejó dormir un quejido que oía de largo.

- Tal vez algún vecino enfermo sería.

- …y más tarde, alguien que se me sentaba también en mi tijera… y después que yo sentí una mano helada que me pasó por la nuca.

- Dejá de pensar cosas- le dijo Armando el “Cacho” -vos estás volviendo a fumar hierba.

- No, hom…; creelo que no.

- …pues has de estar enfermo tal vez.

- Ve -le dijo Chico agarrándole la manga de la camisa-, aquí ando la boleta del empeño de la cadena en el Monte de Piedad, guardámela por cualquier cosa.

Armando el “Cacho” cogió la boleta, la leyó, y después que la dobló se la guardó en la bolsa.

Eso fue como el martes, el sábado fue todo el asunto.

Que ya sería casi la madrugada cuando ahí en el cuarto donde dormía Chico se empezaron a oír gritos, que la gente hasta se salió la calle a ver, en lo que adentro vieron como un fuego, relámpagos más bien, y Chico salió de adentro ahogándose, con los brazos para arriba, y en seguida se desgajó sobre el suelo con la cara morada.

Llamaron a la Policía y todo, después dijeron que había sido un ataque de asma que le vino dormido.

-¡Quién sabe..!- decía Armando el “Cacho”; aquí ha de haber algo.

- ¿Qués lo que ha de haber?- preguntó una vieja.

Armando el “Cacho” no se quedó tan tranquilo y habló con algunos otros vecinos.

- De todas maneras -le dijo uno- dicen que el hombre tenía asma.

- No- dijo Armando el “Cacho”, si vivía adonde yo vivo. Que era cierto que se volaba sus churros, ¿para qué te lo voy a negar?, pero que tenía asma no.

- De todas maneras -dijo una de las mujeres que estaban ahí- de algo se debe morir uno, ¿verdad?

Armando el “Cacho” no le hizo caso y se vino. Cuando venía en la calle se le ocurrió ir al Monte de Piedad.

Se paró detrás de la barandita del estante y enseñó la boleta de empeño de la tal cadena. El hombre la cogió, la leyó, después se vino a revisar un libro grande, deshojado y café que estaba encima de la mesa; buscó entre las hojas y después se volvió adonde estaba esperando Armando el “Cacho”.

- Ya vinieron a sacar esta prenda -le dijo el empleado.

Extrañado, Armando el “Cacho le preguntó -¿Y me pudiera decir, por favor, cuándo fue que vinieron?

El hombre le señaló la misma boleta que le había devuelto antes.

- Aquí mismo dice que fue ayer en la tarde -le dijo.

- ¿Y quién la vino a sacar?

El hombre alzó la mirada pensando.

- Pues no pudiera decirle -le contestó.
6/dic/06