16 de abril de 2013

¡No pesquen tortugas!


Pablo Sanabria Láinez

(Cuento infantil de la Costa Caribe de Nicaragua)

Hace mucho tiempo había un hombre al que le gustaba ir a pescar tortugas. Un día se fue a pescar una tortuga y la tortuga le dijo:

— “¿Por qué estás matando a todas las tortugas? ¡Debo matarte!”

El pescador dijo:

— “Por favor no me mates, tortuga, haré todo lo que me digas”.

— “Vete a casa” —dijo la tortuga— “y no regreses”.

El hombre se fue a su casa y ese es el fin de la historia.

Bluefields, mi ciudad


Margeny Bensitt

(Cuento infantil Costa Caribe de Nicaragua)

Bluefields es la comunidad más grande de la zona de la laguna. Esta comunidad tiene muchas diferentes razas como Creoles, Mestizos, Garífunas, Mosquitos, Ramas y Sumos. En esta comunidad hay muchos habitantes. Tenemos muchas escuelas como Dinamarca, Moravian, Horatio, Anglican, San José, etc. En esta comunidad nos gusta la agricultura y un poco de pesca. Obtenemos la energía y la luz eléctrica de la capital, Managua. Bluefields tiene un parque central, estaciones de Policía, calles de mercado, iglesias y escuelas. Debemos tratar de mantener nuestra comunidad limpia y saludable porque la necesitamos. Bluefields es muy linda y tiene muchos recursos naturales.

La flor en la lluvia


Kathy Lavone Moses Miller

(Cuento infantil Costa Caribe de Nicaragua)

Era un día lluvioso y una familia de flores estaba demasiado cerca de la orilla del río, y el río socavó las pequeñas flores y se perdieron. Dos niñas caminaban junto al río y encontraron una florecilla y la florecilla estaba a punto de caer en una zanja. Las niñas saltaron al agua para salvar la florecilla y cuidaron de ella y vivieron para siempre jamás.

Yo, el perro filibustero


Jorge Eduardo Arellano

A Lizandro
No diré mi nombre. James Carson Jamison lo revela en sus memorias. También habla de mi deslumbramiento por la Falange Americana, cuyo cuartel era mi hogar. Al toque del clarín y del redoble del tambor, acudía a la Plaza de Armas. Siempre iba a la vanguardia de las marchas, con las orejas alertas y la cola estirada, dispuesto a combatir como el más osado de la tropa. Al retumbo del cañón, saltaba y corría detrás de las humaredas, hasta las fauces mismas de los enemigos de William Walker. Mi amo. Otros nicaragüenses también eran sus fieles esclavos: Mateo Pineda en León y el Cura Vijil en Granada, por ejemplo.
No contaré mis hazañas. Jamison lo hace. Afirma que estuve en San Jacinto. No es cierto. Fue en la expedición del cubano Goicuría a Chontales, en abril de 1856, cuando me ofrecí de voluntario. Yo marchaba al frente, alborozado por la perspectiva de la aventura. Y derrotamos a los legitimistas en Juigalpa. Siglo y medio después, un descendiente de ellos justificaría la causa de mi amo en un álbum de gobernantes. Excepto Jamison y un mestizo de cuyo nombre no quiero acordarme, todo el mundo se olvidó de mi lealtad a la Falange Americana. Ningún proyectil perforó mi pellejo. Y nunca volví a mi cuartel con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas.
Yo, el perro filibustero.

La sirena del lago


Jorge Eduardo Arellano

 (Homenaje a PAC)

No tuve que hundir mi lancha de vela hasta el fondo oscuro y fangoso del Lago para cazar una sirena. Como Ulises, no me tapé los oídos con cera para poder escuchar claramente su canto. Fue ella la que, cautivada por mis canciones, vino hacia mí y me desató del mástil. Aquí la tengo rendida a mis pies, con su cola en el agua impulsando mi lancha. Pero ninguno de mis seis marineros la advierte. Sólo yo gozo de este privilegio.

La prepotencita y la orgullosita


Jorge Eduardo Arellano

 (Diálogo entre niñas de 7 años)

—¡Mi papá manda! —le dijo la Prepotencita a su condiscípula.

—¿Y qué? —le contestó la Orgullosita.

—¿Mi papá es Comandante! Echa presa a la gente.

—Y el mío es Poeta. Defiende a la gente que tu papá echa preso.

—¡Qué baboso tu papa! Nada gana con eso.

—¡Baboso es el tuyo que no ha leído a Rubén Darío. ¿Sabés quién es Rubén Darío?

(1982)

Pesadilla con serpiente


Guillermo Fernández Ampié

La madre culebra, con sus dulces maneras de siempre, me encargó a su hija, la primera balletista de la selva: que hiciera las tareas, que no perturbara al río, que dejara en paz los nidos, que no desafiara a las mariposas.

La madre culebra, la rara vez que se enoja se transforma en una anaconda gigante. Se hacen necesarios diez o veinte hombres para calmar su furia; pero basta con sostenerla inmóvil por un buen rato o encerrarla en la estrecha recámara dispuesta para este propósito, para que regrese a su acostumbrada forma de mujer hermosa que luce despreocupada los ecos de una belleza aún extraña.

La niña, como todas las —sean hijas de árboles, tortugas, pájaros o serpientes— prefiere la risa, el baile y cantar a las nubes antes que disfrutar los deberes escolares.

Fueron vanas mis advertencias. Además, yo nunca tuve madera de padrino y mucho menos de tutor. Así que decidí admirar su danza sobre el agua —lo cual hacía maravillosamente y sin recurrir a ningún poder divino— y la dulce melodía que feliz esparcía el viento mientras los cuadernos se marchitaban vacíos al sol.

Extasiado estaba ante el exclusivo desborde artístico de la niña, cuando se acercó rugiente el enorme ofidio. Apenas tuve tiempo para incorporarme, cuando se lanzó contra mi rostro desenfundando sus tenebrosos colmillos. Por suerte logré asirlo del cuello, evitando la dentellada. Grité a la niña: “Ve por ayuda. Llama a los hombres del pueblo. Es necesario inmovilizarla para que se tranquilice... yo solo no puedo”.

La niña me miró sorprendida y exclamó: “Ella no es mi madre. Es una vulgar serpiente”; y siguió danzando.

Don Andrés y su vocación folgatoria


Jorge Eduardo Arellano

A mis amigos chilenos
La vida conyugal de don Andrés Bello, fundador intelectual de Chile, se inició en Londres. Allí matrimonió con la inglesa Ana María Boyland, que le tuvo dos hijos; viudo nueve años después, reincidió con Isabel Antonia Dunn. Ella le dio diez retoños más.
No obstante, cada mañana dominguera íbase con sus amigos a folgar indias en Peñalolén, por lo menos hasta 1847, año de la publicación de su Gramática de la lengua castellana destinada a los usos de los americanos. A los pocos días, decidió aprovechar una salida de doña Isabel Antonia al mercado central de Santiago para poner las manos en la masa de la criada más agraciada, costumbre que había mantenido con mucha discreción y parsimonia.
Inesperadamente, al constatar el olvido de su paraguas, doña Isabel Antonia retornó al hogar encontrando a don Andrés en el lecho folgatorio que compartían desde 1824.
—¿Don Andrés, estoy sorprendida —reclamóle doña Isabel Antonia, con el respeto que le dispensaba a su cónyuge, modelo de sensatez, cordura y caudalosa doctrina.
—No, señora —replicóle el gramático—. Usted está estupefacta. ¡El sorprendido soy yo!
(1997)

Del fin de los reyes magos


Jorge Eduardo Arellano

Soportaron las injurias de las madres judías. Habían provocado la degollación de todos los niños de Belén. Sólo el Niño escapó de la matancina, logrando huir a Egipto, oculto en una pequeña caravana. Con ella, los tres Reyes coincidieron con la familia prófuga en una encrucijada; jubilosos, olvidaron los puños crispados, los improperios, el clamor desesperante. José aún iba consternado y María daba gracias a Jehová.
En sus respectivos países, perdieron sus poderes. Melchor se introdujo en una mina de oro, de la que nunca saldría; Gaspar —no sin recibir en su rostro de sus criados una descomunal cantidad de incienso— se ahorcó. Y Baltasar, todo embadurnado de mirra, se lanzó desde la torre de un templo.

¡Yo ya soy un indio!


Jorge Eduardo Arellano

Yo, Gonzalo Guerrero, natural de Palos y náufrago con Jerónimo Aguilar y otros cinco andaluces, arribamos a las costas de Yucatán, pero caímos bajo el dominio de un mal cacique, que ofrendó la sangre de esos cinco andaluces a sus ídolos y celebró un banquete con la carne de ellos. A mí y a Jerónimo nos dejó para engordarnos. Tuvimos la suerte, sin embargo de quebrantar la prisión en que nos reducía y huimos por unos montes. Caminamos muchas lunas hasta llegar al territorio de otro cacique que nos trató con buena gracia.
Jerónimo, como buen cristiano, disponía de ciertas horas para rezar. En cambio, yo me prendí de esta gente y me enamoré de su tierra. Como no entendía su lengua, me fui a Chetemal, que es como la Salamanca de Yucatán, y allí me recibió e ilustró Nachaneán, señor que dejó a mi cargo las cosas de la guerra. Vencí muchas veces a los enemigos de mi señor y enseñé a mi nueva gente a pelear, mostrándole la manera de construir fuentes y bastiones. Luego me hicieron cacique. Labré mi cara y horadé mis narices, labios y orejas para traer zarcillos. Me casé con una india muy acomodada que me dio tres niños cuán más bonicos.

Un día, Jerónimo de Aguilar fue a buscarme desde Cozumel. Ya había decidido incorporarse a las huestes de Cortés. “Hermano Aguilar —le dije—. Yo estoy casado y tengo tres hijos. Tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras. ¡Idos con Dios, que yo ya soy un indio!

Ángel


Eugenio Torrez Díaz

Tirado en la oblonga habitación, en donde la humedad lo mantenía tiritando por las noches, recordó el fallido intento de suicidio que lo había dejado como vegetal. Y ahora que había recuperado sus facultades psicomotoras, podía mirar en el tragaluz, la luna en pleno plenilunio, colorada, roja, llena de revelaciones en donde el estupor salpicaba sus ensangrentadas mientes e ilusiones.

Como un espantapájaros, ocioso, y con la conciencia hecha jirones se postraba todas las noches a contemplar el espectáculo, que sólo era real y visible en su febril imaginación, y que como una noria se movía sin cansancio, hasta que el viento interno de las efigies se fugaban al amanecer; ya que el ardiente sol le humillaba su “Yo”, y el alter-ego lo transformaba en una araña o en una sierpe humana. En un hálito de luz que se filtró por el techo miró de nuevo la mañana, sin crepúsculo y sin su aurora.

Al volver a caer el sol, en el negro pizarrón, una estrella se metió por uno de sus agujeros, y por horas contempló al ángel que lo aconsejó, y que como un farolito celestial se acostó con él, cobijándolo con la negra sábana de agua que se avecinaba.

Llovió. La lluvia que en forma de gotero podía ver y sentir en sus desnudos pies lo aletargó. Y haciendo caso omiso a las frías gotas y a la espesa oscuridad, se dio cuenta que la luz del ser como un enorme chorro caía en cada gota color plata, mojando aún más la cruel prisión. Frederick Müller, en aquel metafísico instante con la ayuda angelical pudo al fin mascullar.

“Otra dura y oscura rueda que me gasta la vida hasta convertirla en cósmicos pedazos, que me alimenta el alma. Y el espíritu que pulula en lejanas espirales o primaveras, y que se realiza en el corazón para ser verdad, me recuerda los círculos rotos que mucho han vivido los afanes y aventuras de otros tiempos.”

Enfatizó diciendo para luego agregar con vehemencia ¡Hoy en esta circular cobija sin estrellas u hoyos por donde se asoman los destellos y se perfilan negros nubarrones que me dejan caer sus mojadas lágrimas.

En esta noche con luz angelical y sintiendo el aguacero en mis entrañas el ángel me sana. Porque en este dantesco círculo no se escucha caer el agua. Todo mi amor es para el ángel que me miró nacer, y que hoy me viene a matar o a salvar. Terminó diciendo a la vez que se arrastraba en la oquedad de aquella misteriosa y divina visión.

Novedades del consumo


Daniel Pulido

Estaba lleno el supermercado. Los clientes expresaban su complacencia con los avances tecnológicos y los altos niveles de eficiencia ofrecidos por el nuevo negocio. Eran justamente como lo anunciaba la publicidad difundida por la ciudad.

La más visitada era la sección de carnes, pues la novedad implementada hacía posible que cada cliente escogiera alguna pieza de los animales vivos allí exhibidos. Una vez vendidas todas las partes, los empleados procedían a matar y despellejar al animal en presencia de sus compradores; lo descuartizaban, repartían piernas, caderas, cabeza, lengua, lomo, hígado, corazón, riñones. Todo verdaderamente fresco.

Por supuesto, en algunas ocasiones, algunas familias preferían comprar una mujer o un hombre completo y comérselo vivo entre todos. Quienes más se caracterizaban por ese hábito social tan peculiar eran: cocodrilos, leones, tigres y por supuesto los siempre sonrientes tiburones.

Marcados


Daniel Pulido

Perfectamente los bebés podrían salir del vientre materno antes de los nueve meses, si no fuera porque el tiempo necesita trabajar arduamente, dibujándoles con minuciosidad las huellas digitales antes de nacer.

El primer "copy rigth"


Daniel Pulido

Eran los días de la creación de todo lo existente, gran algarabía y confusión había en las factorías del reino celestial, se laboraba intensamente. Uno de los fabricantes de pájaros, agotado y medio dormido, incurrió en un error de diseño al colocarle a una criatura las alas cerca del estómago, le endilgó un extraño respiradero fuera de la cabeza, olvidó hacerle cuello, ponerle plumas y patas. “¡Mira lo que has hecho!”, le gritó uno de sus compañeros a ver el adefesio.

Como había orden de no matar a nadie, el obrero avergonzado y temeroso acudió donde el jefe para preguntarle qué podían hacer con esta ave, la cual no lograba levantar vuelo ni a una cuarta del suelo y, además, tenía tantas dificultades para respirar. Enojado Dios lo reprendió diciéndole:
 
“Serás por siempre el culpable de haber creado la primera criatura a la cual debemos eliminar”. El obrero se echó a llorar inconsolablemente durante largo tiempo, vertió tantas lágrimas que pronto formó un gran depósito de ellas. Allí decidió dejar a la criatura moribunda. Para su sorpresa ésta recuperó fuerzas y comenzó a saltar, a desplazarse ágilmente, moviendo sus alas con elegancia volaba sumergida entre el depósito líquido. Fue así como se dio inicio a la invención de los seres acuáticos.

El millonario


Bayardo Quinto Núñez
Fue una tarde repleta de sol, y en una esquina de la ciudad donde el tránsito vehicular se encontraba apacible comentaban Octavio y Guadalupe.
—Qué barbaridad como está la situación económica, ni siquiera tengo para tomarme una bolsa de agua de un córdoba, le expresó Octavio a su amigo Guadalupe.
— Entonces soy millonario porque poseo dos córdobas, contestó Guadalupe.
En ese momento pasaba una señora humilde y vio a Octavio y a Guadalupe expresándoles: “Bueno, significa que soy multimillonaria porque tengo diez córdobas”. Todos se vieron de vista a vista. En ese momento el sol comenzaba a ocultarse y espontáneamente se lanzaron una muy buena y sabrosa carcajada.

El aparecido


Bayardo Quinto Núñez
Se corrió la noticia que el escritor del pueblo había fallecido. La gente comentaba en los barrios, cuál había sido la causa de la muerte, y nadie se podía contestar. Y cuando desapareció el atardecer, aproximadamente a las siete de la noche, un grupo de amigos del escritor fue a su casa para darle las condolencias a su anciana madre y cuando estuvieron con ella le preguntaron.
—¿Cuál fue la causa de la muerte de su hijo?
—Fue que inesperadamente recibió el silencio del tiempo porque sus obras todavía no han sido publicadas. Es cierto que está muerto pero no sepultado, replicó la anciana madre. En ese momento con un andar pausado desde sus aposentos apareció el escritor y los saludó muy afectivamente.

El payaso de enmedio


Ana Ch. de Holmann

No era bajo una carpa de colores primarios en todos los tonos azules, amarillos, rojos, ni una carpa parchada y ya desteñida por el tiempo y por andar de pueblo en pueblo. No, no era bajo esa carpa que se presentaba la función, era bajo el verde y trenzado follaje del viejo chilamate de la esquina, con más de uno y mil años de historia escrita con su sabia con la que escribía las bitácoras de las fragatas y veleros bergantines y que aparecía en las Cartas Marítimas señalando la entrada al Puerto a los primeros y más antiguos “ Lobos de mar” que se atrevían a atravesar los océanos.

De vez en cuando, el viento hacia danzar las hojas del árbol abriendo pequeñas hendijas por donde se filtraba el eco de las olas del mar, la luz del sol en las mañanas y al atardecer los rojos del ocaso, dibujando el escenario de colores y llenándolo con la armonía del ritmo de las olas.

Los payasos eran tres: el mayor, el del dinero, el que cobraba los “riales” y disponía de ellos sin dar cuenta a ninguno de los otros; el de en medio, el de la mirada verde de esperanza repartiendo inocencia, y el pelirrojo, el menor; de nueve, diez y once años cumplidos. Cada uno de ellos tenía su “trabajo”: malabaristas, trapecistas, domadores y magos. La función iba a comenzar. Los payasos desfilaban con sus trajes más vistosos y sus caras pintadas con achiote, talco y albayalde, recorriendo las calles vecinas, para llamar la atención sonando unas latas vacías de Galletas Cristal, simulando tambores para anunciar la función. Primero soltaban las palomas de Castilla como un saludo al público, las cuales llevaban en unas bolsas hechas de sacos de bramante, las que habían atrapado cuando éstas se entretenían comiendo el trigo que les regaban frente a donde estaba el palomar en alto, para que los gatos no las alcanzaran, la que estaba situada bajo la sombra del palo de soroncontil en medio del patio de la casa de tambo de la bisabuela. Luego hacían desfilar a los cuatro venados que caminaban en fila tras una mazorca de maíz y un manojo de zacate fresco.

El segundo número era emocionante; los payasos se subían al árbol de chilamate por los grandes nudos del enorme tronco para alcanzar las ramas en las que se mecían cambiando de rama en rama, soltando una de las manos para agarrar la otra rama, lo que provocaba tremendos suspiros, gritos y hasta llanto de los pequeños espectadores que casi se arrepentían en esos instantes de haber dado el peso por ver la función.

Y, al final... lo más espectacular, los globos de fuego. Para este número los payasos se preparaban untándose en la cara las cremas Elizabeth Arden que tomaban del tocador de su mamá. Para presentar este truco, guardaban los buches de gasolina en la boca, los que hacían pasar soplando a través de sus labios apretados, al mismo tiempo que prendían el fósforo, lo que causaba grandes explosiones luminosas formando globos de intensos colores ardientes que surcaban el espacio uniéndose con el rojo del ocaso, que dibuja el Astro Rey al despedirse cada día.

El payaso de enmedio, con su mirada verde de esperanza, dejó sus recuerdos en aquellos nudos y aquel follaje de ese chilamate, donde encontró sus amores con la canción a “Adela” que fue como un obsequio del porvenir en su canto de vida y de amor.

El payaso de enmedio ya presentó su número final en esta tierra. Ahora presenta la función eterna bajo una carpa de estrellas, en medio de una luz luminosa, más brillante y más ardiente que los globos de fuego, llenando con el amor, esa gota de agua que faltaba para llenar el océano en su pequeñez ante la grandeza de Dios.

Cuento dedicado al payaso de enmedio, mi querido sobrino Federico Holmann H. en su encuentro con el Señor.

Acaso soy yo la que me voy a casar


Gilberto Bergman Padilla

El avión de la PANAGRA despegaba del viejo Aeropuerto Las Mercedes, iba a estudiar Derecho a España. Mientras las madres de mis compañeros se deshacían en lágrimas, mi mamá ni se mosqueaba, no quería darle ninguna importancia al hecho de que me fuera de Nicaragua a estudiar. Minutos antes de abordar el avión me sentenció: “¡te advierto que si te casas mientras estás estudiando te corto la pensión!”.

Como sabía que ella lo iba a cumplir me pasé casi diez años en Europa evitando casarme, estaba sentenciado. Sin embargo, tuve dos momentos de flaqueza donde casi rompo la promesa de volver soltero a Nicaragua. La primera fue cuando terminé mi carrera de abogado, tenía una novia, era una bella andaluza pelirroja. Me marché a Londres a estudiar un postgrado, pero le prometí que cuando lo terminara me casaría con ella. Una vez en Londres medité en la sentencia de mi mamá, le mandé una carta “dándole la quiebra”, sin embargo, a los dos meses me sentí desesperado y me regresé de Inglaterra a España a buscarla, fui a su casa, me recibió el padre y me dijo: “Aquí le dejó mi hija este anillo que le regaló, ella se marchó de casa y no tiene ningún medio para encontrarla”. Platicando con sus amigas me contaron que se había ido a un convento, nunca supe más de ella.

La segunda ocasión fue con Jane, una rubia Inglesa con la que sí habíamos hasta planificado la boda, nos iríamos a vivir a Atenas, donde tenía un trabajo ofrecido por un compañero de clases. Sin embargo, antes de aceptar el trabajo vine a ver a mi mamá a Nicaragua, ya estando aquí no quise regresar a Grecia. Le escribí diciéndole lo del cambio de planes, y la idea de venirse a vivir a Nicaragua, no le gustó, jamás volví a verla. A mis 28 años de edad era un solterón y con buenos trabajos, más bien me dedicaba a la buena vida, sin pensar en casarme. Tuve varias novias, pero nada en serio.

A los 29 años las Naciones Unidas, me dieron una beca para estudiar Derecho de Aguas en Mendoza, República Argentina. Nicaragua había firmado un convenio con la ONU, para la investigación de las aguas subterráneas en la zona del Pacífico, uno de los requerimientos era que Nicaragua tuviera un Código de Aguas. El trabajo de preparar la ley fue encomendado a mi persona. Antes de finalizar el postgrado fui entrevistado por una periodista, ya que era el primer nicaragüense que llegaba a hacer un postgrado en Derecho de Aguas a esa ciudad.

Cuando vi a la periodista, me volví loco, me enamoré perdidamente de ella, comencé a enamorarla, le propuse matrimonio y aceptó, le prometí regresar un mes después para celebrar la boda. En cuanto llegué a Nicaragua de inmediato fui a visitar a mi mamá para contarle lo que estaba pasando, llegué a Diriamba y la encontré sentada en su mecedora leyendo la Biblia y lo primero que le dije, fue “mamá, mamá le doy una gran noticia, me voy a casar”, levantó la vista y me dijo “está bueno pues” y continuó leyendo. En un gesto medio molesto y casi en voz alta le dije ¿y no me va a preguntar con quién jodido me voy a casar? Dejó de leer y me dijo “que pendejo que te veo”, ¡acaso soy yo la que me voy a casar con la mujer! La quedé viendo, di la vuelta y cambié de conversación.

Veintiséis años después mi hijo Piero que había terminado sus estudios y trabajaba en los Estados Unidos me llamó para contarme que se iba a casar, la reacción mía fue de un completo interrogatorio que con quién se iba a casar, cómo se llamaba la novia, quiénes eran sus padres, cómo era la familia, si tenían dinero, de qué color era, en fin una preguntadera de nunca acabar.

Piero después de escuchar las innumerables preguntas que le hacía, me contestó: ¿Papá, se te olvidó ya lo que te dijo la abuelita Zobeyda cuando vos te ibas a casar? Por si acaso, te lo voy a recordar “¿Acaso sos vos, el que se va a casar con la mujer?”.

Tribu de los "prestanalgas"


Omar D´ León

Hubo una vez, hace mucho tiempo, sobre el cinturón de los trópicos de este planeta azul, un lugarcillo habitado por la tribu de los “Prestanalgas”, llamada así porque fue gestada por el impulso evolutivo con el don sobresaliente de ser extremadamente nalgona o gluteona o culona, muy similar a la hormiga zompopo.
Al ser esta nalgatoria un don genético, se transformó en un atributo ornamental y en una cualidad de orgullo para la tribu y para el triunvirato de sus caciques de una mediocridad al cubo. Todos, sin excepción, inflados de vanidad se entregaron al compulsivo afán de imperios. Las ofrecían como lo mejor que el servilismo puede ofrendar. Y le dieron las nalgas al último de los imperios. Mas sucedió que este imperio rojo no duró como los “Prestanalgas” habían especulado, y este imperio invasor y esclavista se derrumbó sobre sí mismo, al igual que se derrite un cono de ice cream a pleno sol del mediodía.
Aterrada la desdichada o la dichosa tribu de los “Prestanalgas” con su triunvirato de caciques decadentes, se anonadaron de melancolía porque ya no tenían a quien prestarle las nalgas y se lamentaban entre ellos mismos como plañideras:
—¡Oh, desgracia!
—¿Y ahora a quién le prestaremos las nalgas?
Después de mucha tribulación desesperada por la falta de su hábito, se convencieron de que nadie iba a llegar en muchos siglos. Así que, como dice el refrán: “a falta de tortillas, buenos son panes”, sin pérdida de tiempo por el acumulado rezago, comenzaron, desaforados, a prestarse las nalgas entre sí mismos y en muy poco tiempo descubrieron que tal acto de servilismo era más sabroso entre ellos mismos que con los conquistadores e imperios del pasado.

El pintor


Omar D´León

Y llegó el tiempo en que murieron los que jamás se desnudaron en el arte y seguí pintando. Murieron mis padres y los padres de mis padres y seguí pintando. Se murió mi país y seguí pintando. Se murió el cuñado Roberto Gregory y seguí pintando. Murió mi amigo jardinero-reportero Gézner Cruz y seguí pintando. Murió mi eterna amada musa Melba Debayle III y seguí pintando. Murió la Baronesa Blawasky y seguí pintando. Murió el poeta Beltrán M., la June B., pintora hermana, mi tutor y padre lírico y poeta Quico F. M., mi respetado maestro de pintura Rodrigo P. y seguí pintando. Murió el odio, murió la traición, murió el régimen de los monstruos rojinegros y seguí pintando.

Murió el amor y seguí pintando, murió mi amigo Joe D. y seguí pintando, murieron mis novias, concubinas y modelos y seguí pintando. Murió la pasión y seguí pintando, murió el mundo y seguí pintando, murió la muerte y la inmortalidad y seguí pintando, murió mi corazón y seguí pintando, murió el espacio y el tiempo y seguí pintando. Murieron las cosas y utensilios indomésticos y seguí pintando, murió el Dios que creó el raciocinio y seguí pintando sobre el lienzo solitario... y colorín colorado, este cuento no ha terminado porque aún estoy pinto que pinto.

Las niñas Urbinas


Cuento de la vida real

Róger Fischer S.

Durante la Segunda Guerra Mundial, por razones familiares, yo vivía donde las “niñas Urbina” frente al Teatro Municipal. El teatro presentaba entonces comedias, zarzuelas y dramas. Más de una vez subí a su escenario vestido de charro mexicano, no por merecimientos artísticos, sino porque era el único niño que en León tenía traje de charro. Mi parlamento se limitaba a decir: “ No llores José Francisco tu mamá se va a curar”. Así comenzaba la obra allá en el Rancho Grande, filmada como película en México y cuya estrella principal fue Tito Guizar.

La casa de “las niñas Urbina” estaba bien situada, a 2 cuadras del Parque Central y detrás de la Iglesia de San Juan de Dios: Monasterio, hospital y hospicio en distintas épocas. Vecina cercana de aquella casa existía también una pulpería-cantina, donde los estudiantes universitarios y poetas de la ciudad, cantaban sus excesos líricos y alcohólicos mezclando su propia inspiración con las de Lino de Luna, Santiago Argüello, a veces José Santos Chocano, Juan de Dios Peza, Salomón de la Selva, Alfonso Cortés y casi siempre Darío. Voces y guitarras se confundían entre los clientes de la pulpería y los parroquianos de la cantina:... “Los caballos eran ágiles”... un real de queso... “los caballos eran fuertes”... tres huevos y una cuarta de manteca... “pobre mi vaquero”... dice mi papá que le mande dos puros chilcagres... “Es con voz de la Biblia o versos de Walt Whitman”... un huacal de frijoles... “y era una sola sombra larga”... déjate de chochadas pagá la ronda que pediste y andate... El dueño Pablo Lacayo despachaba incansablemente guaro y bocas; fósforos y tortillas; leche y cigarrillos; arroz y frijoles.

La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada, en la acera de enfrente y para el Río Chiquito una familia de apellido Gurdián, venida a manos, se sostenía por la venta de un estanco, ahí la clientela era distinta: guaro y jocote, piso de aserrín y a escupir a la calle. Frente a un talud de piedra, la casa era una esquina con poste al centro, gradas altas, ventanilla colonial y una pequeña cornisa, porque ahí ¡hasta el alero... era miserable! La dueña una buena mujer, madre de muchos hijos, cosía ajeno, buena parte del día y el resto, vendía aguardiente por litro y al detalle.

También cerca a las “niñas Urbina” estaba la casa de Carol Bristela, el ídolo leonés, encendía la chispa del boxeo en el barrio. Boxeador fino y valiente, pudo llegar lejos en esta época, no entonces cuando en peleas bufas, subía al cuadrilátero “grano de maíz” contra cualquier oponente. “Grano de maíz” era pariente de Ponchín y Nicolás Valle. Fue el personaje popular de aquella época.

Otros vecinos importantes para mis años niños, eran el Zurdo Dávila, el Serpentino Solórzano y el Bachiller Lombillo. Peloteros nacionales los primeros, casi big leager Dávila y Lombillo cubano de los que trajo “Cueto”. El bachiller compartía su pelota y máscara de catcher, con su traje entero almidonado y blanco los días domingos en el Parque Central.

A media cuadra los Wiesgal de origen alemán, mecían sus inquietudes en butacas austríacas. En el recodo los Buitrago, famosos jurisconsultos y después los Matus. Alfonso era mi compañero de estudios, cabezón como el papá, aprendía ágilmente las lecciones y resentía la muerte de su madre. Matus no tuvo bulto, ese artefacto de cuero con dos correas, precursor del equipaje hippie. Yo en cambio tenía bulto de mano, “de mujer” decían algunos, casi lo que es ahora un maletín de cobrador o un elegante cartapacio según el usuario.

De donde “las niñas Urbina” a la izquierda, vivían Chito y Noel, hijos de Abraham y nietos de franceses. Cuando la suerte golpeaba sus cristales y el fruto del trabajo de sus padres asomaba en su ropa, juguetes y alimentos, una noche de póker cortó de tajo la cosecha de una fábrica de camisas en plena producción.

Frente al Teatro Municipal, estaba la cantina “La Flota”... ahí era el “oeste”. Los borrachos gritones y algunos “chicos bien de a caballo”, sembraban la zozobra en el vecindario, todos eran “arrechos”, portaban 38 y ataban sus corceles en las argollas de los postes. El honor de damas y caballeros conocidos en la ciudad se ponía en duda. Corrían las tandas... de tragos y serenatas de balazos cortaban el silencio de la noche.

Muy cerca de las “niñas Urbina”, los Herdocia, con un padre fiero, las hijas muy sumisas, el hermano suave, católico creyente y fervoroso, llevaba siempre el palio del Santísimo en los Jueves de Catedral; cuando se encendían las luces y el incienso llenaba el ambiente a procesión por muchas cuadras.

En la esquina cercana estaba Yeyo y su botica. El jabón de moda era el Island Palma, muchos años después desalojado del mercado por el famoso Camay. Yeyo, recién casado mataba el hastío del no trabajo, inventando medicinas, despachando cuchillas guilletes y escondiendo prudentemente las cajas de preservativos, artículo prohibido y de inmoral factura.

Las niñas Baca también eran del barrio y el Maitro Sánchez, barbero de buen gusto y hormador de sombreros, era sordo, trabajador y terco. Hijo del amor a los niños del Padre Mariano Dubón, igual que Carlos Pasos, hallaron sabiduría, ternura, honradez y deseos de superación.

“La Pensión Estudiantil” coronaba el vecindario, poblado por espíritus burlones, estudiantes aventajados, muchachas avispadas, deportistas y amigos, quienes sonreían indulgentes o asombrados de la pertinaz verborrea hipocrática de Rogelio Lindo, un humilde leonés que absorbía de memoria textos íntegros de medicina y no sólo los recitaba de memoria ante ese auditorio, sino que desde la acera misma de la universidad, “soplaba” sus lecciones a estudiantes en momentos de crisis.

La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada. Angela, Otilia y Margarita bordaban telas y milagros, mientras nosotros los pequeños huéspedes, estudiábamos y hacíamos travesuras.

Platinum


Róger Fischer S.

Eulalia era mi novia. Liviana, superficial, plástica... Tan plástica que en un eclipse de luna, se volvió Tarjeta de Crédito.

(Marzo 10 de 2004)

La hora del Eclesiastés


Róger Mendieta Alfaro
Había un solo amo, un solo juez, un solo amante, un solo jinete, un solo nadador, un solo montador de toros, un solo azucarero, un solo aviador, un solo economista, un solo caudillo, un solo General de generales, un solo Padre de la Patria Nueva, un solo arquitecto de la unidad del pueblo dominicano.

Así lo consideraba el dictador. Y este hombre era él.
Pero cuando entregó su alma a Satanás, todo mundo dio gracias a Dios y lo expresaba con bailes y gritos de felicidad en el malecón de Santo Domingo y resto de harapientos rincones de la isla, porque solamente el dictador era el verdadero hombre de bien que según él vivía en aquella tierra, y el resto del pueblo era apenas como el reflejo de su soledad dorada; o algo peor aún: aullido de un eco que se había transformado en verdadero atolladero por la falta de huevos empollados en la Hora del Eclesiastés.
Para el relator de esta tiránica pesadilla fue una sorpresa la visita al yate de nombre “Angelita” con grifería de oro macizo, adquirido de un tal Mr. Davis, ex embajador del Imperio en tierras del Caribe. Aquí paseaba el hijo del gran potroso con artistas de cine por los mares del Caribe.
Fue divertido encontrar en una de las primorosas gavetitas que amoblaban el dormitorio del Gran Difunto, impecablemente olvidada, una lata de bicarbonato de soda. Todos sonreímos cuando el doctor Fernando Agüero quedó viendo al general Carlos Pasos, e hizo el sarcástico comentario: que cómo era posible que un hombre de la talla del Gran Santón, padeciera de cosas tan simples como acidez y otros plebeyos desarreglos estomacales.
Además: Éste no resucitó, como se lo había hecho saber a millares de campesinos —dijeron los golpistas Ímber Rivera y Amiama Tío, a la hora del brindis en la Casa de la Presidencia—, pues otra de las chifladuras del pobre diablo era considerarse inmortal.
Como dijo el teniente Frías del Ejército Dominicano que acompañó el recorrido, el pueblo dominicano llegó hasta donde llegó, porque no empolló los huevos en la Hora del Eclesiastés.

(Santo Domingo, 1962)

La puerta de hierro


Sara Poveda Vanegas

Se deslizaban a través de un camino improvisado marcado por las huellas de otros caminantes que ya conocían la historia detrás de ese lugar. Trataban de recordar con la mayor exactitud posible todas las instrucciones que los lugareños les habían proferido. Lo que les llamaba la atención era que nunca conseguían alcanzar su destino. Como era de esperarse, después de un tiempo muy prudencial comenzaron a dudar de su propia memoria. ¿Sería posible que no hubieran seguido las direcciones al pie de la letra? ¿O era posible que los lugareños hayan decidido burlarse de ellos de esa manera? A medida que reflexionaban llegaron a la conclusión de que la gente de los lugares remotos no tienden a engañar a los extraños, si es posible ellos mismos se ofrecen a guiarles y cargarles los pesados bultos que ocasionan grandes molestias en sus espaldas. Desconfiaban más de su memoria; ella de hecho, por su misma naturaleza humana, tenía muchos defectos.

Discutían y reñían para ponerse de acuerdo en que dirección seguir. ¿Pero acaso existía la posibilidad de llegar a un acuerdo basado en algo que ninguno de ellos estaba seguro? Todos sabían muy dentro de sí mismos que su intento, gobernado por la vacuidad, iba a llevarlos a un camino muy lejos del esperado y deseado por ellos.

Al fin lograron llegar a un consenso sobre la dirección a tomar. Siguieron el rumbo indicado por el camino creado por las huellas de los anteriores caminantes; era casi imposible de ver, pero era mejor para ellos seguir un camino transitado a atreverse a experimentar uno nuevo. Sólo pensar en todas las dificultades y retos que tendrían que enfrentar, de haber escogido marcar su propio rumbo, les resultaba muy tenebroso. ¡Qué sabios habían sido por haber tomado esa decisión!

Tal parecía que su sabia decisión les había servido de mucho. Al cabo de unas cuantas horas lograron atravesar el bosque lleno de niebla y extrañas criaturas. Cuando lograron salir de las penumbras, la luz solar iluminó sus miradas y pudieron ver algo que ellos consideraron monumental en ese instante. Una gran puerta se presentaba ante ellos majestuosamente. Estaba rodeada de dos muros enormes que lograban alcanzar el cielo e incluso sobrepasaba sus límites. Sus ladrillos y pintura denotaban el paso del tiempo sobre ellos.

Con un esfuerzo mutuo y sobrehumano lograron abrir la puerta de hierro que se encontraba enfrente de ellos. Cruzaron un portal poco agradable para la vista. A sus espaldas la puerta se cerró sigilosamente. Murciélagos de todos los tamaños y edades comenzaron a revolotear sobre sus cabezas, y algunos incluso hirieron sus ojos con las alas y garras. Otros desaparecieron dejando únicamente un grito sordo que se mezclaba con las exclamaciones de miedo proferidas por el resto de la multitud. El camino se hacía cada vez más angosto y aterrador. El grupo entero fue disminuyendo en número y en esperanza.

Al final la puerta de hierro se abrió bruscamente dejando entrar sólo al viento pasivo de la noche. El fue el único testigo visual de los destrozos que la matanza sangrienta producida por esa fuerza oscura desconocida hasta entonces había causado en los adentros de la puerta de hierro. El viento nocturno recogió los extractos de almas que todavía se encontraban esparcidos en el corredor. Luego salió de ese lugar y llevó sus nuevas adquisiciones a lugares invadidos por la multitud humana bulliciosa. Allí las esparció entre el resto de los habitantes del planeta, con seguridad de que una vez dentro de ellos la falsa esperanza se encargaría de guiarlos por el mismo camino que a los anteriores.

La fiebre del mango


Wyonne López Carter

(Cuento infantil Costa Caribe)

Cuando estaba en la comunidad de Brown Bank, mi hermana y yo nos levantábamos cada mañana e íbamos al monte a recoger mangos.

Así que cuando llega la época de mangos, mi hermana y yo nos contagiamos de la Fiebre de Mango.

Mi abuelo siempre dice que nos contagiamos de la Fiebre de Mango. Nos levantamos temprano en la mañana para ir a recoger mangos y es verdad que la Fiebre de Mango nos contagia.

La noche del cometa Halley


Pedro Xavier Solís
Navegábamos sobre el Río Escondido. Aquella noche el cielo estaba cubierto en un cuadrante completo por el famoso Cometa Halley, que en su tránsito de siglo, en ese año 1910 amenazaba a nuestro planeta con un descomunal choque, según debatían los astrónomos. Los periódicos estaban llenos de historias estremecedoras acerca de lo que podía pasar a los habitantes de la Tierra. A todos, a juzgar por el silencio que reinaba en el lanchón revolucionario, nos dominaba seriamente el espectáculo del cometa, más incluso que el de la guerra o las actividades clandestinas. Era otra cosa el cataclismo global, la hora cero de la raza humana. Producía un temor reverente la posibilidad de estar asistiendo al final de la historia.
Había conmigo gente de los que cultivan los campos de Esqueno, Escolo, Eteono fragosa; los que moraban en Potosí, Ochomogo, Mecatepe, Granada, ciudad bien construida; Malacatoya, Comalapa y la sacra Cuapa; los que vivían en Esquipulas, Matagalpa herbosa y Sébaco; los señores principales de Posoltega, Chichigalpa, Corinto; y pobladores de Pueblo Nuevo, Quilalí, y Teotecacinte fronteriza.
En la ribera, los compañeros preparaban hogueras para quemar la enorme cantidad de cadáveres. Los arreglaban en montones de dos metros de altura, de veinticinco en veinticinco. Si un soldado muerto estaba calzado, lo descalzaban y le arrancaban de un machetazo el talón, según me explicaron, para que lo consumiera bien el fuego. Listas así las pilas, regadas con kerosine, les prendieron fuego. Mi corazón estaba a cien latidos por minuto, y acabó por emocionarme el olor casi insufrible a carne asada que se levantó en las hogueras y se esparció por la atmósfera inmediata bajo la luz especial de la Vía Láctea.
No pude menos que notar que un holocausto magnífico sería el fin del mundo de estrellarse el Halley contra nosotros. Así le tocó a los dinosaurios y así nos podría pasar esta noche en que las convicciones me parecían profundamente vacuas y el sentido de la vida había perdido toda consistencia. Sólo unas letras de mi amigo John R. Dos Passos, diciendo que la cola de gases del cometa podría hacernos estornudar a todos y hacer fracasar la revolución, me tranquilizaron por esa sorna tan característicamente humana. Y me devolvió otro cielo: el de la apacible casa de mi infancia, a través de la claraboya de un desván que ya no existe. Pues lo que dejará de existir desasosiega, mientras que el pasado da templanza.

Alicia


Carlos Sánchez Castillo

La familia es el órgano fundamental para que nuestros niños y niñas se consoliden en el amor, respeto, honestidad y libertad. Cuando una persona carece de estos valores que a su vez aglomeran a muchos otros, entonces se crea una vida en desórdenes emocionales, sociales, físicos y hasta espirituales, que a su vez, transmiten a futuras generaciones todos los problemas generados por éstos desórdenes, y las consecuencias se traducen en jóvenes metidos en el alcohol, en la drogadicción, prostitución y, peor aún, en diferentes tipos de violencias, abusos y acosos, entre ellos “El acoso Sexual” que es el asunto en el que gira el siguiente cuento. 
 
 ¡Qué mala onda, se acabó el recreo! …ahora vamos con ese viejo de matemáticas que es un gran morboso. ¡Son las diez, a penas; dos horas con ese señor!, aunque prefiero eso antes que el infierno de mi casa. ¡Qué decepción! ¡Qué decepción!... pero bueno, ni modo, tendré que entrar a clases, porque si me quedo en las bancas la supervisora me expulsa, y ya me imagino a mi “mama” pegando gritos como loca, ¡Ay no! y todavía Roberto me dijo que me fuera con él después de clase pero, tengo miedo, si mi “mama” se da cuenta me mata, y además, no sé qué pueda pasar si me veo a solas con él, aunque me trata como la princesa que nunca fui, como el padre que nunca tuve. Realmente no estoy segura de lo que siento por él; me hace sentir bien, me gusta, pero no creo estar enamorada. Él me dice que soy su niña linda, que  le parezco muy tierna… pero, tiene treinta y dos años, y yo a penas dieciséis, ni siquiera sé si está casado, o si tiene hijos pero, no creo porque; siempre me llama, me regaló este celular y me pasa escribiendo todo el día…

¡Piensa, piensa, piensa! ¿Me voy con él después de clase, o…? ¡Ay no sé! Roberto me trata bonito pero también me dice muchas cosas de sexo y yo no me siento preparada aunque, no niego que me hace sentir cosas raras, como con ganas pero, ¡ala! cómo voy a perder la virginidad ahorita, tan joven, ni siquiera he terminado la secundaria, y con este viejo de matemáticas, quién sabe si pase el año. Mi “papa” que fue pastor, siempre nos enseñó que el sexo es un regalo de Dios y que se debe disfrutar hasta el matrimonio. Aunque… qué ejemplo puedo esperar de ese miserable que lo único que hizo fue “pegársela” a mi mama y dejarnos como “mierdas” desamparados. Mejor ni lo recuerdo porque me lleno de rabia y de resentimiento… Él es el causante de todas nuestras desgracias,  ojalá y se muera, total, no habría diferencia.

¡¡¡¿Entonces?!!! ¿Me voy o no me voy?… qué me puede pasar o, qué puedo perder, no tengo nada bueno; mi mama seguro está esperando que me busque un hombre para que me largue de la casa —como Yasser y Memo que para nada sirven—, y si ellos se buscaron sus mujeres y están “en los Estados” sin papeles y sin acordarse de ella, por qué no puedo hacer lo mismo. El único que medio se preocupa por nosotros es Mauricio pero ése en vez de progresar se fue a desgraciar la vida, todavía se lo dijo mi abuela que las mujeres “Ticas” son malditas, y ni hablar del menosprecio por ser nicaragüense en ese país.

¡Qué bonita familia la de nosotros! Así que, de qué me preocupo. Si algo me pasa, nadie lo va a notar. Ya lo decidí, le voy a mandar un mensaje a Roberto, que sí, me voy a escapar con él después de clase… ¡Y ya me voy para la sección que allá viene ese viejo panzón y morboso, que solo para estarme viendo el trasero sirve!

 — ¡Hola “ticheerrr”!. —Siempre lo saludo con ironía y media coqueta. No me cae bien el viejo, pero tal vez “pelándole el diente” me pasa—.

—Mi ¡¡Deliciaaa!! ¿Ahora si estudió para la prueba?

—…“Alicia” profesor, y pues, ¡Ay! hice el intento pero, realmente, no me sirvió de nada. —¡Diosito se me olvidó que había prueba!—

—Al menos, no soy la única “caballa” “Jaja”.

—Para bandida si sos ¡bien buena!; todo tiene solución en esta vida, “chavala”. ¿No creés?

— ¡uhmm! Si, “quizássss”.

 Mejor me voy a sentar antes que me siga diciendo cosas subliminales, este viejo horroroso.

            — “Alagrande” ¡Ideay!  ¿…y mi silla?

                        Lo que me faltaba; seguro se metieron a la hora de recreo estos “hp” de la otra sección y se llevaron mi silla. ¡Y ahora qué, si ya todos están sentados!, no estudié ni “miércoles”, definitivamente estoy maldita, ¿Qué hago? ¿Qué hago?

            —Ya regreso.

            — ¿A dónde vas, si ya vamos hacer la prueba?

            —Al “bañoooo”.

            —…y para qué llevás el bolso, al baño.

            —Bueno pues ya se imaginará,… ¡ya regreso!

 ¡Qué bien!, ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Regresar al aula, ni loca. ¡Soy una estúpida! Si todavía tengo el descaro de venir a clases es por mi “mama”, si por mi fuera, hace tiempo que me hubiese puesto a buscar que hacer. Creo que lo único bueno que tengo es Roberto. Me gustaría que me llevara con él, aunque no sé ni dónde vive, no conozco a su familia; siempre me dice que vive solo, pues porque aún no ha encontrado a la persona ideal. Yo le temo al amor, la verdad es que no quiero que me lastimen, pero no hay de otra; aquí la mujer que no “se pone las pilas” después de un tiempo, estorba —según mi ilustre madre—.

            Me tocará escribirle a Roberto para que me llame; quizás me endulce la mañana al menos por un segundo, aunque lo veo difícil; con estos baños que apestan, y las chismosas que parecen zopilotes; como que no sintieran “el gran tufo”. Ojalá no tarde en repicarme que ya me quiero ir de aquí.

            — ¡Aló!

            — ¿Cómo está mi pequeña princesa? Justamente estaba por llamarte.

            — ¿En serio? Que bueno, te cuento que lo pensé bien; y sí, escapémonos hoy, pero con la condición de que no regresemos noche,  ya vez cómo se pone mi “mama”, hasta “zorra” me dijo la vez pasada que llegamos a las seis.

            — Sabes nena, me muero por las ganas de verte, y darte esos besitos que tanto te gustan. Es que sos bien apasionadita, y eso me vuelve loco “Jeje”

   Ah “siiip” pero no más que vos. ¿Por qué no vienes ya, por mí? ¿A dónde iremos?

   ¿Le pasa algo a mi bebé? Es que, te escucho toda deprimida, sabes que puedes contarme tus problemas, porque siempre vas a encontrar en mí una palabra de aliento y apoyo. ¿“Okey”?

   Estoy muy triste, amor. Nada me sale bien, estoy harta de mi misma, de todo el mundo. A veces no sé ni porqué nací, lo peor es que, el cariño y  afecto que deberían darme en la casa lo recibo de un extraño. Te agradezco eso. Ya quiero verte, tus abrazos, besos y caricias aunque a veces eres “muy caliente” “jeje” me hacen sentir amada. A pesar de que no sé casi nada de vos, estoy consciente que me quieres. “Llevame” a donde vos querrás, y si querés ni regresemos, total a nadie le importo…”

12 de abril de 2013

Domingo siete

Octavio Robleto

La historia la oí referida muchas veces en mi infancia. Era una cuadrilla de ladrones que se dedicaban a asaltar a viajeros bien abastecidos que se veían obligados a transitar por caminos solitarios. Solamente robaban, porque aunque hubiera oposición, por sus principios, descartaban el asesinato. Ya perpetrado el asalto, se dirigían hacia la sombra de un árbol frondoso y bajo su ramaje practicaban la distribución equitativa de los bienes robados; tanto al dirigirse al árbol como bajo su sombra, entonaban la siguiente estrofa que era como su himno de batalla:

“Lunes, martes, miércoles tres, jueves, viernes, sábado seis”.

Dichos versos eran repetidos varias veces, en coro muy animado.

En cierta ocasión, un hombre que conocía las costumbres de dichos asaltantes, oyó el tropel que se acercaba por el camino real y ni corto ni perezoso, para salvar su pellejo, se subió al árbol y se escondió entre el follaje tupido.

Los ladrones llegaron y a los acordes de su himno procedieron a la distribución de los bienes robados, mientras tanto, el furtivo oyente, creyéndose merecedor él también de una parte proporcional sólo por ser observador, dispuso unirse al coro agregándole un verso al himno establecido, rematándolo con el séptimo día de la semana y así entonó sin ninguna gracia y para su desgracia.

“Domingo Siete”

Los ladrones se sorprendieron de la voz intrusa y tras comprobar su procedencia, obligaron a bajar al cantor destemplado, lo desnudaron y apalearon, dejándolo abandonado a la intemperie del campo. El frustrado héroe contó lo sucedido y para ejemplo y moraleja de los futuros metiches su nombre ha perdurado como Domingo siete.

Anchí

Octavio Robleto

Uñas largas y sucias. Pelo largo y despeinado, liso, le caía por los hombros. Apenas dos dedos de frente y una barbita rala en su cara lucia y enflaquecida. Una mirada vaga, indecisa, que provenía de unos ojillos mongoloides. Siempre con la misma ropa, apestosamente sucia y con los traseros defecados. Un costal incomprensible al hombro. Zapatos viejos y rotos con uno diferente al otro. Se acercaba con timidez a las puertas de las casas que en su andar errabundo encontraba abiertas. Se arrecostaba a la pared o, sentado en la acera, se le oía musitar la palabra Anchí. Era lo único que hablaba. Le daban de comer mendrugos, provocándolo para que siguiera su camino. Dinero no aceptaba. ¿Dónde dormía? Yo, niño, nunca lo supe. ¿De dónde provenía? ¿Cuándo y a qué hora abandonaba el pueblo? ¿Su madre? ¡Ah, su madre! Una vez lo vi sacar una tortilla de su costal enigmático y comérsela con manos temblorosas; la cabeza ladeada hacia el lado izquierdo, medio hundida en sus hombros. Cuando notó que yo lo observaba, me dio la espalda y se hizo pequeñito.

La prisión


Nicasio Urbina

Acusado de homicidio y abigeato, Asunción Vega fue finalmente detenido una noche de lluvia torrencial, cuando se disponía a ultimar a un cobarde que se atrevió a desoír su historia. El juez que entretuvo el caso lo condenó a sesenta años inconmutables, y desde entonces Asunción Vega no hizo más que pensar en fugarse de la prisión. Una mañana de febrero logró evadirse del penal dejando a un centinela muerto. Por años vivió escondido, pasando con nombres falsos, moviéndose de noche para evitar ser visto, sin poder hacer alarde de sus fechorías ni dar muestras de valor en las cantinas. Cansado el presidio de la fuga un día decidió entregarse. Habiendo recobrado su nombre y su identidad, otra vez se sintió libre.

Diógenes


Michele Najlis

Diógenes pasó los largos años que duró su mísera existencia metido dentro de un tonel, buscando un hombre. En el instante preciso de su agonía, reunió con gran dificultad las últimas fuerzas que le quedaban, y alzó nuevamente su lámpara: por primera vez, los ojos del filósofo contemplaron un rostro verdaderamente humano: el de una mujer.

A veces en las madrugadas


Mario Urtecho
A veces, desde la quebrada, una voz se acerca susurrando mi nombre. Entra a la casa en penumbras, avanza por el corredor, espanta al perro, cruza por la sala, se mete al cuarto, se acerca a mi cama, salta desde el borde de mi oído y se sumerge en las intangibles ondulaciones de mis sueños.
Desde otra dimensión de la vida acudo a su llamado. Dormido o despierto, no lo sé. Salgo de la cama, dejo el cuarto, cruzo la sala, avanzo por el corredor, abro la puerta y me dirijo a la calle, donde tiritando bajo la brisa de la madrugada me encuentro... ¡esperándome!
Cuántas veces se repitió ese sueño, o cuántas veces desperté en la calle, no lo sé. Lo que sí supe fue que terminaron la misma madrugada en que desaparecí de la vieja fotografía tomada con los gitanos en Santa María del Mar y nunca supe para dónde me fui.
Ahora, repasando recuerdos 20 años después de muerto, no tiene caso buscarle explicación. Lo cierto es que algunas noches me acerco a la casa, avanzo por el corredor, asusto al perro, entro al dormitorio, me acerco a la cama y desde allí me veo durmiendo y, susurrando mi nombre, me llamo y me miro salir a la calle donde tirito de frío bajo la brisa de las penumbras de la madrugada.
Feb/25/95