Horacio
Peña
En
aquel tiempo se reunieron en el Palacio de los Congresos, delegados de los
países más ricos del mundo para discutir el problema del hambre. Afuera del
enorme palacio se agolpaba la miseria. Hubo pequeños obstáculos que retrasaron
el congreso: se discutió si se usaba papel blanco o celeste, si las mesas
serían cuadradas, redondas o semicirculares. Y todas estas discusiones en medio
de enormes viandas llevadas por presurosos camareros y presurosas camareras, que
entraban y salían por las veinte puertas que daban a la sala del congreso.
En
realidad, los delegados estaban hambrientos aun antes de comenzar el debate.
Pero después de estas pequeñas diferencias que amargaron el estado de ánimo de
algunos representantes, aunque no su apetito, al contrario, éste parecía
volverse más insaciable con las contrariedades y discusiones, se llegó a un
acuerdo. Afuera, el ojo vidrioso, la boca reseca. El amarillo de la muerte.
Durante
horas y horas, días y días, la palabra encendida y elocuente de los oradores
trazó brillantes planes para acabar con el hambre, mientras en las gigantescas
cocinas palaciegas expertos mayordomos traídos especialmente para esta ocasión,
preparaban el banquete que a diario, tres veces al día, se servía a los
hambrientos representantes.
El
olor de las extrañas especies y exóticas comidas salía de las cocinas invadiendo
la sala del congreso para descender a las plazas en donde se agolpaba la
miseria, el hombre con el ojo vidrioso y el estómago vacío. El amarillo de la
muerte.
En
la cocina real, el mayordomo jefe tenía enormes problemas para satisfacer el
gusto de los exigentes delegados. Era imprescindible la medida exacta, la
correcta proporción. La carne que salía de los humeantes hornos no debía estar
ni muy asada ni muy suave, y debía conservar cierto sabor y olor sanguinolento,
ya que todos los delegados estaban de acuerdo en que esa era la mejor carne, de
lo contrario podía estropearse el estómago, perderse el apetito para la próxima
comida. El vino, ni muy frío ni muy caliente, sino que conservara ese ambiente
fresco que reinaba en el palacio. Esa fue la recomendación que el nervioso
mayordomo dio a sus camareros. Afuera el cuerpo se desplomaba, caía como hoja
de otoño.
Durante
horas y horas, días y días, la humanidad hambrienta permaneció bajo las
ventanas esperando una resolución. Sin moverse, porque el movimiento era perder
energías. No mover ni un brazo, ni una mano, ni un dedo. No mover nada.
Salía
el olor de la comida, del pan tierno recién horneado, del vino que acababa de
abrirse, de la fruta que momentos antes se había cortado y mezclado con leche y
miel.
Ahora
el cuerpo quemaba su propio cuerpo, quemaba sus nervios, células, quemaba sus
tejidos, un cuerpo hambriento devorándose a sí mismo por el hambre.
En
los corredores del palacio las bellas pinturas enmarcadas, el deslumbrante
colorido de los banquetes, de los señores ricamente ataviados con sus damas de
honor, de los pajes llevando sobre sus cabezas las preciosas canastillas llenas
de los dones, de los milagros de la tierra, de la abundancia que gozaba el
señor. Y las largas interminables mesas que parecían salirse de los cuadros. Y
los vestidos del rey y de la reina cubiertos de oro y las fiestas y la música
que llenaban los numerosos cuadros del palacio. Y allá lejos, en la pintura, en
las luces y sombras de la pintura, observando la fiesta, el banquete, el pueblo
trabajando, llenando las bodegas y los graneros del rey y de los reyes, el
pueblo que se veía también bajo la ventana de Epulón, agolpado a lo lejos,
mirando los frutos que él, el pueblo, había sacado de la tierra, pero que eran
del rey y de los reyes. El rostro hambriento que se agrandaba, que se acercaba
más y más, que se aproximaba a las mesas del banquete, que era incontenible,
que invadía los patios y los pasillos del palacio sin que nadie pudiera detenerlo,
que invadía los cuartos y la sala principal donde se veía al rey y a los
cortesanos, el pueblo que arrancaba al rey, y a los reyes, a los cortesanos, lo
que el rey y los cortesanos habían arrancado al pueblo, del pueblo, el pueblo
que salía del cuadro, de la pintura y de las pinturas, y devoraba el banquete y
devoraba también a los que estaban sentados en el banquete. El pueblo saciando
su hambre, el pueblo, al fin, sentado al banquete, el pueblo hambriento que no terminaba
de subir por los pasillos, las escaleras, que no estaba más bajo la ventana,
sino que se había sentado al banquete.
Noviembre 15 de 1974
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